Hoy no existen las guerras. Nadie, ningún
país, ningún dirigente declara la guerra a otro.
Ahora, de repente, alguien espeta una serie
de diatribas contra el oponente y este le responde de forma semejante o peor; y
alguien lanza un ataque más o menos sorpresivo y el atacado se defiende y
contraataca; y se lanza una ofensiva que
es respondida por otra contraofensiva; suenan primero una bala y luego una
ráfaga, más tarde un cañonazo y después bombas o torpedos, desde aviones, desde
barcos, desde baterías antiloquesea; se producen repliegues por un frente y despliegues
por el otro; un contragolpe contra un determinado lugar y resistencia y
posterior acometida desde el otro. Pero no se habla de guerra, son solo
maniobras militares controladas y destinadas a defender los derechos de uno y
de otro, no se desea ningún tipo de enfrentamiento contra nadie, aunque nadie
se lo crea y los fragores de batallas siembren los campos de destrucción.
Después, como si hubiese sido un visto y no
visto, el silencio absoluto en ambos lados. Y antes de que nadie diga nada, una
palabra coherente, comienzan los gemidos y lamentaciones, los lloros y los
pesares, los odios y los rencores que duran eternamente, a veces expresados a
voz en grito o simplemente solapados bajo engañifas arrinconadas en lo más
profundo del inconsciente. Y sobre la tierra, entre el polvo, el agua o el
barro, los muertos, miles de muertos, de uno y otro lado que alimentan la
inquina entre pueblos.
Y cuando ya parecía que todo había
terminado, aún faltaría el colofón, el estrambote al enfrentamiento armado: se
firma un armisticio sobre papel biodegradable afirmando que el conflicto ha
terminado. Lo firman quienes han visto en la muerte de sus semejantes el precio
a pagar para seguir manteniendo sus prebendas y su supremacía, quienes nunca
pisarán un campo de batalla y el único estruendo que oirán y les afectará de cerca
será cuando sientan el golpe al ser despojados de su poder y caigan desde las
alturas donde se habían aposentado creyéndose líderes inmortales, dioses.
Y por fin, en medio de la pobreza y la decadencia
moral que les reste a esos seres humanos
supervivientes que han visto y padecido lo peor que le puede suceder a una sociedad, algunos
gerifaltes presumirán, de forma arrogante y engreída, rayana en la soberbia, de
que han logrado determinados y valiosos acuerdos diplomáticos entre ambas
partes, se colgarán varias o muchas medallas y declararán que la guerra ha
terminado. Solo cuando termina la confrontación bélica la gente, los políticos,
los observadores confirmarán que existió una guerra. Hasta entonces, nada. Y lo
harán, sobre todo, porque también la paz es rentable, muy rentable, tanto o más
que la guerra.
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