A
veces las cosas no se entienden. Bueno, no es del todo cierto: a veces las
cosas yo no las entiendo.
Ayer, que hubo una fiesta de Comida en la calle con motivo de las
fiestas de la villa que se celebran a lo largo de este mes, hubo un momento en
que me acerqué a la cafetería La Perdiz, enfrente de donde estaba situada la
mesa corrida en la que no hacía mucho habíamos terminado de comer. No era otra
mi intención que tomar un segundo café y echar un vistazo a la final de fútbol
sub 21. Una vez sentado en un taburete en la barra, mientras me hacían un
cortado, no pude obviar la conversación entre una señora de unos setenta y
tantos años con una joven, no llegaría a los treinta, seguramente conocida por
la familiaridad con que la trataba, o no, qué más da, en ocasiones la
curiosidad sobrepasa a la más mínima prudencia. Aquella señora se interesaba
por la vida de la joven, qué tal le iba, qué dónde trabajaba, cómo estaba Braulio
(quizá el marido o compañero de la joven), si habían venido ambos a la Comida… La chica iba respondiendo entre medias
sonrisas, y supuse yo que más por no faltarle al respeto o dejarla con la
palabra en la boca que por ganas, por la manera en que se movía intranquila en
la silla de aquella mesa situada justo frente por frente a mí.
Mientras mi mirada se intentaba centrar en
las imágenes de la tele, la señora abordó el tema de los hijos como si nada. ¿Tenéis
hijos, Marta? Mira por dónde también supe en ese instante el nombre de la
joven. No es que me importara, pero fue fácil deducir que existía entre ellas
algún tipo de confianza, aunque me quedé con las ganas de saber hasta dónde alcanzaba.
La tal Marta, muy ufana aunque seria, se
estiró un poco y le respondió que no, que ni Braulio ni ella tenían pensado
tenerlos, que criarlos era un coñazo (tal cual), que todo eran problemas y no
poder disponer de tiempo libre para sus cosas, que ataban mucho, que además
entre la crianza, enfermedades, luego guarderías, cole, que no, vaya, que lo
habían hablado antes de casarse y que no. Ambos preferían vivir la vida sin
ataduras de ningún tipo, disfrutarla a tope, que era muy corta y que no tenían
ganas de ese tipo de problemas.
Cuando acabó la perorata, se dejó caer hacia
atrás y se repantigó contra el respaldo de la silla. Entretanto, la señora
mayor, con los ojos casi cerrados, tal parecía que se iba a quedar amodorrada
allí mismo, cruzó los brazos sobre la mesa y se echó hacia adelante, como para
no perder la distancia con Marta. ¿Así que vivís solos? Pues fíjate yo que tuve
ocho, cinco chicos y tres niñas, qué vida llevé, mi nena. Pero no me arrepiento
de nada, eh. Cada uno con su vida tiene que hacer lo que mejor le convenga.
Aunque no me imagino a mí sin hijos. ¡Uy, qué va! ¡Y sin nietos!
Luego miró a través del ventanal de la
cafetería hacía el cercano parque infantil. Quién sabe, a lo mejor, entre la
recua de pequeños que corrían y jugaban allí había alguno de ellos.
¡Ah, no, Pilarina, no, solos, no!- Ala, ya
me enterara del nombre de la señora, mira qué bien- No vivimos solos, no, no.
Tenemos dos perros, bueno yo tengo una perrina y Braulio un perro, una Beagle y
un Golden Retriever, ¿sabes? Hoy se quedó Braulio con ellos para que yo pudiese
venir a la Comida, pero son una
bendición. No dan guerra ninguna y son más que cariñosos. A Braulio y a mí
siempre nos encantaron los perros y lo primero que decidimos cuando nos casamos
fue comprarnos uno para cada uno. Tienen ya casi seis años, bueno el Retriever,
Leo lo llamamos, ya los cumplió hace una semana, y la mía, Linda, lo hará
dentro de un par de meses. Y son fabulosos, de verdad. Fíjate además si son
cariñosos, que duermen a los pies de la cama e incluso a veces los dejamos acostarse
junto a nosotros. Ni una molestia nos dan. Son un cielo. De verdad, el amor que
nos dan no se paga con dinero, Pilarina.
La señora Pilarina ahora sí abrió los ojos,
luego entreabrió los labios y cuando creí que iba a contestarle algo, se
levantó, apoyó una mano en el hombro de la joven y, sonriendo, se dispuso a marcharse.
Pues qué suerte, Marta. No sabes cuánto me alegro que os vaya tan bien. Pero
los hijos, mi niña, los hijos… Voy hasta el parque, que tengo ahí a tres nietos
y una nieta, no vayan a hacerse daño, porque traviesos son por demás y no ven
el peligro.
Bueno, Pilarina, a ver si nos vemos antes
de marchar.
Sí, Marta, seguro, todavía queda mucha
tarde.
Y al pasar por delante de mí, no pude
evitar cómo rezongaba: Los hijos dan guerra, sí, pero los perros qué va….
No fui capaz de escuchar más.
Cuando miré hacia la televisión, España perdía
uno a cero y no me había enterado. No obstante, me dio igual. Me incliné hacía
el café que estaba más frío que un noche de invierno polar. Ni siquiera me
había acordado de él. Allí quedó. Dejé sobre el mostrador una moneda de dos
euros y no esperé ni por el cambio. Cabizbajo, salí de la cafetería, y cuando
alcé los ojos vi a mi nieta y a su madre sonriendo mientras el padre les
contaba algo y mi mujer me veía acercarme a donde se encontraba sentada con nuestros
amigos. Abrí y cerré los ojos un segundo. En realidad mi nieta y sus padres no
estaban allí, se habían ido de vacaciones, pero en mi cabeza apareció esa
imagen tantas veces repetida. Y llegué a la mesa con una sonrisa en la cara.
Cuando me senté al lado de Leni pasé mi mano por su brazo con una caricia
ligerísima.
De refilón, observé a Pilarina dándole un
beso a una niña de cuatro o cinco años en un brazo y consolándola.
Después miré hacia la cafetería, pero sus
cristales tintados no me permitían ver si Marta seguía dentro o no.
Pensé que, definitivamente, había cosas que
no era capaz de comprender.
Luego me incorporé a las dudas que expresaban
mis compañeros de mesa en ese instante sobre si aguantaría el tiempo, que
amenazaba agua desde hacía un par de horas, o tendríamos que salir pitando de
allí.
¡Qué
vida esta!- solté en voz alta mientras me fijaba en una vecina que pasaba por
la acera con un perro pequeño, cuya raza desconozco, amarrado con una correa y
que orinaba contra el quicio de la puerta de una peluquería de la calle.
Los demás me miraron y, por suerte,
siguieron con el tiempo. Si no, a ver qué les contaba sin cabrearme. Y no era
el momento.