Le hice un gesto con la mano indicándole
que se subiera la mascarilla, que la llevaba por la garganta.
Desde hacía unos diez minutos que había
entrado a tomarme un vino en aquella cafetería y ver un poco el partido de Primera,
aquel individuo no había cesado de andar de una mesa a otra, donde seguramente
tenía algún conocido, hablando a voces y situándose casi encima de la cabeza
del escuchante que se hallaba sentado tan tranquilo, pasando siempre a mi lado
con gesto babeante y casi rabioso debido quizá al asunto que se traía entre
manos. Es probable que tampoco les gustara mucho a aquellas personas la
proximidad de semejante maleducado, pero tal vez por miedo al qué dirán o a
evitar un conflicto, callaban y le dejaban seguir deambulando de una a otra.
Tres eran tres las mesas de las que se
ocupaba el chico malencarado, de barba rala, nariz aguileña, moreno, mal
peinado y gesticulante con sus manos como si fuesen molinos de viento
desarticulados, explicando no sé qué de su trabajo y del jefe que tenía.
Al fijarse en mi gesto de subirse la mascarilla
en el interior de aquel local, me contestó que él la mascarilla la llevaba en
los coj…, vamos en la entrepierna, y que pasaba de tanta gilipollez.
No
obstante, en esta ocasión, se dirigió a una mesa cercana a la mía y tomó
asiento enfrente de un cubata que le habían servido recientemente, a la vista
del contenido casi intacto del vaso de tubo que reposaba sobre la mesa.
Pero no tardó un minuto en volver a las
andadas. Después de un trago que medió el vaso, nuevamente se levantó y tornó
hacia la mesa ocupada por un matrimonio detrás de mí. Continuaba con el mismo
tono de voz, alto y desaforado, por alguna orden recibida en la obra y echando
pestes contra todos los que trabajaban con él,
”unos
necios, cabrones y acojonados lameculos”, especialmente en lo que al capataz se
refería, “el tío más hijo de puta que había conocido, al que solo le faltaba
agacharse para que el jefe le diese”.
A mí ya me había molestado la respuesta
anterior a mi gesto de levantar la máscara y había callado para no hacer más
ruido, no fuese a tirarse más aún al monte y acabase aquello con una trifulca
que nadie quería; no obstante, al darme cuenta de que no iba a cejar en su ir y
venir, entonces llamé a una camarera y le comenté lo que sucedía con aquel
señor, que se subiese la mascarilla y estuviese, como todos, en su mesa, ya que
la barra era territorio prohibido a causa de la covid dichosa.
-“Ya se lo dije veinte veces, pero no hay
quien se la haga poner”- me respondió un tanto seria. Aunque a continuación se
dirigió a él y le conminó a colocarse bien la prenda.
-“Lo que me faltaba. Yo aquí entro y me
gasto doce o quince cubatas cada vez que vengo. No me vengas a mí con chorradas”-
contestó a voz en grito, poniéndose pavo para que la gente del bar se diese
cuenta de lo macho que era, supondría el grosero personaje. ¡Pobrecillo, cuanta
ignorancia y mala educación! Pero también ¡cuán gilipollas puede llegar a ser
alguien así! Todos hicieron como que no lo habían oído, miraron hacia otro
lado, siguieron conversaciones, clavaron su mirada en la tele y obviaron sus
palabras como si se las hubiese llevado el viento.
Por más que se giró a ver si alguien le
daba la razón o al menos lo miraba por si continuaba con sus estupideces, no
halló más que indiferencia en todas las mesas ante sus exabruptos. Entonces volvió
a su silla y de otro trago se zampó el combinado que le quedaba. Se levantó
nuevamente, como con prisa, se acercó a la barra y pidió otro.
Así que yo le dije a la camarera que permanecía
junto a mí que llamase a la policía.
-“¿Para qué? ¿Crees que va a venir alguien?”
-“Pues no sé, pero si no lo saben no podrán
hacer nada. Eso seguro”.
-“Que no, que si vienen le dicen cuatro
cosas, él se sube la mascarilla, se van y acto seguido se la quita y los manda
a tomar por el culo desde la puerta, sabiendo que no lo van a oír, y si lo escuchan
no se van a dar la vuelta porque no quieren líos de ese tipo. Luego él entra de
nuevo y sigue al cubalibre”.- Se dio la vuelta y retornó a la barra donde su
compañera estaba sirviendo a aquel mal llamado cliente
Así que sí, pensé. O sea, que si el plan
que tienen algunos hosteleros es este, el de permitir a energúmenos hacer lo
que les da la gana, pues a mí también me da la gana, pero otra. Dejé el vino a
medias, ya pagado cuando me lo sirvieron, le eché un último vistazo al partido
de fútbol que televisaban y me fui con la música a otra parte, donde el
concierto sonase algo mejor.
Hasta hoy no volví a entrar. Y a partir de
mañana, menos. Cierra. Orden del gobierno.
Hace unos momentos, le pregunté al dueño
que de qué se extrañan en la hostelería porque les cierren los negocios. Saben
bien por qué. Es verdad que pagan algunos justos por la mayoría de pecadores,
pero si ellos no quieren ponerse las pilas, pues que no se quejen luego.
Permiten conductas incívicas y se defienden con que ellos no son la poli para
echar a nadie ni llamarles la atención.
Pues bien, si así lo hacen, así les va. Que
no lloren por no haber sabido defender lo suyo, porque entre ellos hay muchos
culpables. Y si no, compruébenlo ustedes.