Apuntaban las primeras luces del alba.
El río serpenteaba a la parte de abajo del
puente entre las peñas que poblaban aquel tramo sinuoso bajo una maraña de
olmos y avellanos que flanqueaban las riberas.
Me desplacé al otro lado del puente, me apoyé en el pretil y fijé mi mirada en la corriente para admirar las aguas claras del pozo
que se había formado alrededor del pilar izquierdo, bien anclado en roca viva, y
que me permitió ver una trucha grande, espectacular, al reflejo de la farola que alumbraba la
entrada de aquel antiguo lugar de paso medieval.
Envidié a algunos de mis amigos, pescadores,
que en algunas ocasiones narraban sus peripecias con alguno de estos peces, a
veces en divertidos lances, sobre todo cuando eran capaces de echarlos a
tierra, y en otros más pesarosos cuando buscaban alguna disculpa para que se
les hubiese escapado a pesar de sus buenas dotes de pescador: que si una rama
de un árbol que no le había permitido dominarlo, que si el tamaño era colosal y
les había roto el aparejo (lo cual también les daba cierto prurito de calidad a
la hora de pescar) o que era un sitio muy difícil con muchas raíces; servía
cualquier excusa para exculparse y seguir presumiendo y contando
batallitas.
Incluso, en una ocasión, intervine en la
conversación para narrar el momento en que a mí también se me había escapado
una tan grande que me había partido el puntero de la vara, que seguramente no
era ni trucha, a lo mejor un salmón o un reo enorme. Claro que no me habían
hecho mucho caso, dudo que me hubiesen creído. Tal vez pensaron que era otro cuento como el suyo. Y fue verdad, eh, creedme vosotros. Así que seguí escuchando sus
batallitas ribereñas para reírme, al menos, de puertas adentro.
Pero hoy, allí acodado en el puente, veía a
media agua aquel ejemplar tan perfecto zigzagueando en ocasiones ante cualquier
cosa que le llamase la atención, y no dudé en acercarme al coche a buscar mi
caña de punta vara, que extendí hasta los ocho metros que medía, para intentar
pescarla desde arriba. Con toda la parsimonia del mundo, saqué de una cajita de
cartón el cebo, una lombriz de tierra grande, rosada y preciosa que a mí me pareció de lo más apetecible
para que un pez de ese tamaño se lanzara a por ella sin dudarlo, la enfilé en
el anzuelo con sumo cuidado, no como otras veces que iba de cualquier manera
con tal de que la muerte del anzuelo no resultara visible, y me arrimé
nuevamente al pretil del puente. Llevaba
la caña por delante y la incliné hacia abajo sin acercarme mucho no fuese que
me guipara y se escondiese. Una vez inclinada casi en vertical sobre el agua,
sí me arrimé un poquito para comprobar el lugar exacto donde estaba ubicada la
trucha. Entonces fue cuando me di cuenta de que allí no había nada, ya no
estaba.
¡Qué cabreo cogí! Ya me imaginaba sacándola
colgada retorciéndose como el trofeo más preciado de mi larga vida de pescador
(hasta ya tenía pensado hacerme un selfi con ella colgada del anzuelo para
mostrársela a los amigos y que vieran quién era yo pescando).
Ni me di cuenta siquiera de que me había
acercado demasiado, había descuidado la colocación de la caña y esta se había colado entre las ramas del avellano que sombreaba
el pozo. Me incliné un resquicio más, asomé la cabeza, y luego ya casi asomando
medio cuerpo por si se había dejado bajar un poco más abajo para intentar verla.
De repente, sentí el crac. Quedé absolutamente
petrificado cuando miré la caña. Colgaba desgarrada por el segundo tramo superior como
la rama desgajada de un sauce o de un rosal o de… ¡qué más da! No hay
comparación posible ante una visión así.
Sin miedo ya ninguno a que se espantara,
avizoré bien el pozo en busca de la trucha y no fui capaz de saber dónde se
había metido.
El caso fue que levanté la vara, la fui
plegando poco a poco hasta la zona astillada, acabé de partirla (al menos el puntero me serviría
cuando la arreglase), le quité el aparejo, lo arrojé encorajinado tal cual al
primer matorral que había a la entrada del puente y me encaminé al coche con lo
que quedaba de ella para meterla en el maletero, mientras no dejaba de pensar,
con la decepción provocada por mi despiste pintada en mi rostro:¡A
tomar viento la caña, la trucha y el día de pesca! ¡Vaya jornada! Las siete de
la mañana y a casa sin pisar el río. Por bobo. Menudo viaje que hice,
¡cagüenrós!
Encendí un cigarrillo y volví a rumiar mi
torpeza. Nuevamente me acerqué al puente. Según pasaba, vi el sedal y la lombriz
aún colgando del anzuelo. Lo aproveché, cortándolo del resto de la línea con la
navaja, lo posé sobre el pretil, saqué
con cuidado el animalito colgante que se retorcía todavía, a pesar de haber
sido atravesado longitudinalmente por el fino acero, y lo arrojé al agua. Justo
en ese momento, ni siquiera, me pareció, había tocado la superficie, de debajo
del pilar surgió como una flecha la trucha aquella y de un bocado, en un visto
y no visto, se la zampó. Después siguió zigzagueado atenta a cualquier tipo de
alimento que bajase la corriente del río.
Y allí me quedé alelado admirándola hasta
que el cigarrillo se consumió en mi mano y sentí la quemazón en un dedo.
¡Bueno,
otro día será!- Dije en voz alta a la brisa que movía ligeramente las hojas
de los árboles de aquel bosque atlántico tan maravilloso que me rodeaba, mientras me dirigía
al coche, aunque no sin antes echar un último vistazo al avellano y al puente.- ¡Ja, no te lo crees ni tú!