lunes, 31 de mayo de 2021

NI PISÉ EL RÍO

 

Apuntaban las primeras luces del alba.

El río serpenteaba a la parte de abajo del puente entre las peñas que poblaban aquel tramo sinuoso bajo una maraña de olmos y avellanos que flanqueaban las riberas.

Me desplacé al otro lado del puente, me apoyé en el pretil y fijé mi mirada en la corriente para admirar las aguas claras del pozo que se había formado alrededor del pilar izquierdo, bien anclado en roca viva, y que me permitió ver una trucha grande, espectacular, al reflejo de la farola que alumbraba la entrada de aquel antiguo lugar de paso medieval.

Envidié a algunos de mis amigos, pescadores, que en algunas ocasiones narraban sus peripecias con alguno de estos peces, a veces en divertidos lances, sobre todo cuando eran capaces de echarlos a tierra, y en otros más pesarosos cuando buscaban alguna disculpa para que se les hubiese escapado a pesar de sus buenas dotes de pescador: que si una rama de un árbol que no le había permitido dominarlo, que si el tamaño era colosal y les había roto el aparejo (lo cual también les daba cierto prurito de calidad a la hora de pescar) o que era un sitio muy difícil con muchas raíces; servía cualquier excusa para exculparse y seguir presumiendo y contando batallitas.

Incluso, en una ocasión, intervine en la conversación para narrar el momento en que a mí también se me había escapado una tan grande que me había partido el puntero de la vara, que seguramente no era ni trucha, a lo mejor un salmón o un reo enorme. Claro que no me habían hecho mucho caso, dudo que me hubiesen creído. Tal vez pensaron que era otro cuento como el suyo. Y fue verdad, eh, creedme vosotros. Así que seguí escuchando sus batallitas ribereñas para reírme, al menos, de puertas adentro.

Pero hoy, allí acodado en el puente, veía a media agua aquel ejemplar tan perfecto zigzagueando en ocasiones ante cualquier cosa que le llamase la atención, y no dudé en acercarme al coche a buscar mi caña de punta vara, que extendí hasta los ocho metros que medía, para intentar pescarla desde arriba. Con toda la parsimonia del mundo, saqué de una cajita de cartón el cebo, una lombriz de tierra grande, rosada y preciosa que a mí me pareció de lo más apetecible para que un pez de ese tamaño se lanzara a por ella sin dudarlo, la enfilé en el anzuelo con sumo cuidado, no como otras veces que iba de cualquier manera con tal de que la muerte del anzuelo no resultara visible, y me arrimé nuevamente al pretil del puente. Llevaba la caña por delante y la incliné hacia abajo sin acercarme mucho no fuese que me guipara y se escondiese. Una vez inclinada casi en vertical sobre el agua, sí me arrimé un poquito para comprobar el lugar exacto donde estaba ubicada la trucha. Entonces fue cuando me di cuenta de que allí no había nada, ya no estaba.

¡Qué cabreo cogí! Ya me imaginaba sacándola colgada retorciéndose como el trofeo más preciado de mi larga vida de pescador (hasta ya tenía pensado hacerme un selfi con ella colgada del anzuelo para mostrársela a los amigos y que vieran quién era yo pescando).

Ni me di cuenta siquiera de que me había acercado demasiado, había descuidado la colocación de la caña y esta se había colado entre las ramas del avellano que sombreaba el pozo. Me incliné un resquicio más, asomé la cabeza, y luego ya casi asomando medio cuerpo por si se había dejado bajar un poco más abajo para intentar verla.

De repente, sentí el crac. Quedé absolutamente petrificado cuando miré la caña. Colgaba desgarrada por el segundo tramo superior como la rama desgajada de un sauce o de un rosal o de… ¡qué más da! No hay comparación posible ante una visión así.

Sin miedo ya ninguno a que se espantara, avizoré bien el pozo en busca de la trucha y no fui capaz de saber dónde se había metido.

El caso fue que levanté la vara, la fui plegando poco a poco hasta la zona astillada, acabé de partirla (al menos el puntero me serviría cuando la arreglase), le quité el aparejo, lo arrojé encorajinado tal cual al primer matorral que había a la entrada del puente y me encaminé al coche con lo que quedaba de ella para meterla en el maletero, mientras no dejaba de pensar, con la decepción provocada por mi despiste pintada en mi rostro:¡A tomar viento la caña, la trucha y el día de pesca! ¡Vaya jornada! Las siete de la mañana y a casa sin pisar el río. Por bobo. Menudo viaje que hice, ¡cagüenrós!

Encendí un cigarrillo y volví a rumiar mi torpeza. Nuevamente me acerqué al puente. Según pasaba, vi el sedal y la lombriz aún colgando del anzuelo. Lo aproveché, cortándolo del resto de la línea con la navaja,  lo posé sobre el pretil, saqué con cuidado el animalito colgante que se retorcía todavía, a pesar de haber sido atravesado longitudinalmente por el fino acero, y lo arrojé al agua. Justo en ese momento, ni siquiera, me pareció, había tocado la superficie, de debajo del pilar surgió como una flecha la trucha aquella y de un bocado, en un visto y no visto, se la zampó. Después siguió zigzagueado atenta a cualquier tipo de alimento que bajase la corriente del río.

Y allí me quedé alelado admirándola hasta que el cigarrillo se consumió en mi mano y sentí la quemazón en un dedo.

        ¡Bueno, otro día será!- Dije en voz alta a la brisa que movía ligeramente las hojas de los árboles de aquel bosque atlántico tan maravilloso que me rodeaba, mientras me dirigía al coche, aunque no sin antes echar un último vistazo al avellano y al puente.- ¡Ja, no te lo crees ni tú!

No hay comentarios:

Publicar un comentario