domingo, 9 de julio de 2023

A VECES NO LO ENTIENDO

 

        A veces las cosas no se entienden. Bueno, no es del todo cierto: a veces las cosas yo no las entiendo.

Ayer, que hubo una fiesta de Comida en la calle con motivo de las fiestas de la villa que se celebran a lo largo de este mes, hubo un momento en que me acerqué a la cafetería La Perdiz, enfrente de donde estaba situada la mesa corrida en la que no hacía mucho habíamos terminado de comer. No era otra mi intención que tomar un segundo café y echar un vistazo a la final de fútbol sub 21. Una vez sentado en un taburete en la barra, mientras me hacían un cortado, no pude obviar la conversación entre una señora de unos setenta y tantos años con una joven, no llegaría a los treinta, seguramente conocida por la familiaridad con que la trataba, o no, qué más da, en ocasiones la curiosidad sobrepasa a la más mínima prudencia. Aquella señora se interesaba por la vida de la joven, qué tal le iba, qué dónde trabajaba, cómo estaba Braulio (quizá el marido o compañero de la joven), si habían venido ambos a la Comida… La chica iba respondiendo entre medias sonrisas, y supuse yo que más por no faltarle al respeto o dejarla con la palabra en la boca que por ganas, por la manera en que se movía intranquila en la silla de aquella mesa situada justo frente por frente a mí.

Mientras mi mirada se intentaba centrar en las imágenes de la tele, la señora abordó el tema de los hijos como si nada. ¿Tenéis hijos, Marta? Mira por dónde también supe en ese instante el nombre de la joven. No es que me importara, pero fue fácil deducir que existía entre ellas algún tipo de confianza, aunque me quedé con las ganas de saber hasta dónde alcanzaba.

La tal Marta, muy ufana aunque seria, se estiró un poco y le respondió que no, que ni Braulio ni ella tenían pensado tenerlos, que criarlos era un coñazo (tal cual), que todo eran problemas y no poder disponer de tiempo libre para sus cosas, que ataban mucho, que además entre la crianza, enfermedades, luego guarderías, cole, que no, vaya, que lo habían hablado antes de casarse y que no. Ambos preferían vivir la vida sin ataduras de ningún tipo, disfrutarla a tope, que era muy corta y que no tenían ganas de ese tipo de problemas.

Cuando acabó la perorata, se dejó caer hacia atrás y se repantigó contra el respaldo de la silla. Entretanto, la señora mayor, con los ojos casi cerrados, tal parecía que se iba a quedar amodorrada allí mismo, cruzó los brazos sobre la mesa y se echó hacia adelante, como para no perder la distancia con Marta. ¿Así que vivís solos? Pues fíjate yo que tuve ocho, cinco chicos y tres niñas, qué vida llevé, mi nena. Pero no me arrepiento de nada, eh. Cada uno con su vida tiene que hacer lo que mejor le convenga. Aunque no me imagino a mí sin hijos. ¡Uy, qué va! ¡Y sin nietos!

Luego miró a través del ventanal de la cafetería hacía el cercano parque infantil. Quién sabe, a lo mejor, entre la recua de pequeños que corrían y jugaban allí había alguno de ellos.

¡Ah, no, Pilarina, no, solos, no!- Ala, ya me enterara del nombre de la señora, mira qué bien- No vivimos solos, no, no. Tenemos dos perros, bueno yo tengo una perrina y Braulio un perro, una Beagle y un Golden Retriever, ¿sabes? Hoy se quedó Braulio con ellos para que yo pudiese venir a la Comida, pero son una bendición. No dan guerra ninguna y son más que cariñosos. A Braulio y a mí siempre nos encantaron los perros y lo primero que decidimos cuando nos casamos fue comprarnos uno para cada uno. Tienen ya casi seis años, bueno el Retriever, Leo lo llamamos, ya los cumplió hace una semana, y la mía, Linda, lo hará dentro de un par de meses. Y son fabulosos, de verdad. Fíjate además si son cariñosos, que duermen a los pies de la cama e incluso a veces los dejamos acostarse junto a nosotros. Ni una molestia nos dan. Son un cielo. De verdad, el amor que nos dan no se paga con dinero, Pilarina.

La señora Pilarina ahora sí abrió los ojos, luego entreabrió los labios y cuando creí que iba a contestarle algo, se levantó, apoyó una mano en el hombro de la joven y, sonriendo, se dispuso a marcharse. Pues qué suerte, Marta. No sabes cuánto me alegro que os vaya tan bien. Pero los hijos, mi niña, los hijos… Voy hasta el parque, que tengo ahí a tres nietos y una nieta, no vayan a hacerse daño, porque traviesos son por demás y no ven el peligro.

Bueno, Pilarina, a ver si nos vemos antes de marchar.

Sí, Marta, seguro, todavía queda mucha tarde.

Y al pasar por delante de mí, no pude evitar cómo rezongaba: Los hijos dan guerra, sí, pero los perros qué va….

No fui capaz de escuchar más.

Cuando miré hacia la televisión, España perdía uno a cero y no me había enterado. No obstante, me dio igual. Me incliné hacía el café que estaba más frío que un noche de invierno polar. Ni siquiera me había acordado de él. Allí quedó. Dejé sobre el mostrador una moneda de dos euros y no esperé ni por el cambio. Cabizbajo, salí de la cafetería, y cuando alcé los ojos vi a mi nieta y a su madre sonriendo mientras el padre les contaba algo y mi mujer me veía acercarme a donde se encontraba sentada con nuestros amigos. Abrí y cerré los ojos un segundo. En realidad mi nieta y sus padres no estaban allí, se habían ido de vacaciones, pero en mi cabeza apareció esa imagen tantas veces repetida. Y llegué a la mesa con una sonrisa en la cara. Cuando me senté al lado de Leni pasé mi mano por su brazo con una caricia ligerísima.

De refilón, observé a Pilarina dándole un beso a una niña de cuatro o cinco años en un brazo y consolándola.

Después miré hacia la cafetería, pero sus cristales tintados no me permitían ver si Marta seguía dentro o no.

Pensé que, definitivamente, había cosas que no era capaz de comprender.

 Luego me incorporé a las dudas que expresaban mis compañeros de mesa en ese instante sobre si aguantaría el tiempo, que amenazaba agua desde hacía un par de horas, o tendríamos que salir pitando de allí.

 ¡Qué vida esta!- solté en voz alta mientras me fijaba en una vecina que pasaba por la acera con un perro pequeño, cuya raza desconozco, amarrado con una correa y que orinaba contra el quicio de la puerta de una peluquería de la calle.

Los demás me miraron y, por suerte, siguieron con el tiempo. Si no, a ver qué les contaba sin cabrearme. Y no era el momento.

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