Sentado, a oscuras,
contemplando la mar,
esperando que la noche
ocultara mis penas,
he visto bailar el agua
cuando la luna, augusta y
majestuosa,
reinó en todo su
esplendor,
despojándose lenta y
voluptuosamente
de las últimas vestiduras
blancas que la ocultaban.
Mis ojos se llenaron de paz,
mientras en el anfiteatro
celeste
una, dos, mil estrellas,
millones,
se aposentaban refulgentes
y reverenciadoras
para disfrutar de tan
solemne espectáculo.
Un millón de luceros y yo,
solos en la oscuridad,
únicos testigos cómplices
de un momento irrepetible.
Y mis aflicciones se
difuminaron,
y desparecieron,
como un papel de fumar
entre calada y calada.
Por fin, podía levantarme,
podía regresar a mi vida,
la de siempre,
la cotidiana,
la de un día y otro día,
llena de alegrías y
pesares,
de risas y de amor,
de indiferencias y de
obviedades,
de afectos y pasión,
pero mía.
El albor, la claridad, la
luz
habían ya descubierto
mis secretos más
inconfesables,
aquellos que sólo la
silente noche,
guardiana fiel de mis secretos,
conseguía desvanecer.
Nuevamente, de vuelta a la vida,
de vuelta a la realidad.
(variante de otra escrita hace un par de años)
(variante de otra escrita hace un par de años)
No hay comentarios:
Publicar un comentario