Había estado
dando una vuelta por el Paséu ’l Ríu, disfrutando de aquella brisa primaveral
que acariciaba mi cara y me reconfortaba después de una noche casi sin dormir,
plagada de sueños incomprensibles que al amanecer se diluyeron como los jirones
de niebla veraniegos cuando el sol les envía sus primeros rayos para avisar de
que ningún otro fenómeno puede hacerle frente si decide hacer gala de su
realeza. Iba sin rumbo, con el libro cerrado en la mano izquierda, solo por el
placer de ver reflejados en mis ojos los colores en ciernes que avisaban de una
nueva estación; o por escuchar el susurrar de aquellas primeras hojas que le
hablaban al vientecillo que las acunaba y, quién sabe, tal vez preguntándole
por los sucesos acaecidos a lo largo de su ausencia durante el final del otoño
y el invierno anterior; o, algo que me hacía detenerme de vez en cuando,
disfrutando al percibir el gorjeo de decenas de pájaros que se afanaban en la
finalización de sus nidos y que llenaban el recorrido de una sinfonía imposible
de plasmar en un pentagrama por ningún ser humano.
Fue al llegar
cerca de Casa Villuir cuando me pareció oír a mis espaldas un ligero murmullo,
una voz tan delicada llamándome por mi nombre que me giré inmediatamente para
conocer el origen de aquella caricia verbal. No había nadie. Levanté y bajé la
vista alternativamente, fijándome incluso en las ventanas de los edificios de
las Calles Nuevas por si alguien me había llamado desde ellas, pero solo sentí
el roce tierno del aire que besaba suavemente mi piel. No era la primera vez
que me sucedía algo similar; ya en ocasiones anteriores, desde hacía unos
meses, a lo largo del paseo que discurre a la vera del Río Martín, entre el
Tanatorio y La Podada, hasta mis oídos habían llegado pequeños bisbiseos
inextricables, pero nunca con la claridad con la que hoy escuché mi nombre. Me
encogí de hombros y continué caminando, pensativo, dándole vueltas a aquellos
susurros misteriosos e inexplicables que, desde hacía unos días, me sorprendían
y me epataban hasta el punto de considerar en ciertos momentos que mi mente
empezaba a funcionar de alguna manera anormal y acabaría volviéndome loco. No
obstante, preferí seguir creyendo que todo cuanto las personas dicen se difunde
por el aire y las palabras quedan para toda la eternidad viajando sin rumbo por
el espacio sin cortapisas ni fronteras que limiten su significado ni sus
intenciones. Así que busqué la interpretación más agradable, la más
complaciente para mi ego: aquello que oía no era más que la voz de mi nieta
que, donde quiera que estuviese, estaba llamándome, al principio con sus
balbuceos propios de los cinco meses y ahora ya diciendo mi nombre, y reclamando
mi presencia porque le faltaban los besos, mimos y arrumacos matinales de su abuelo
que sigue chocheando en cuanto la ve. Tal vez todo sea cosa de la edad, pero es
tan placentero encontrar explicaciones así a los arcanos indescifrables que
envuelven nuestras vidas.
Disfruten del día como lo disfruto yo, sin perder, además, la sonrisa.
Disfruten del día como lo disfruto yo, sin perder, además, la sonrisa.
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