viernes, 26 de octubre de 2018

CONJURO


“Abracadabra, pata de cabra,

que Celia y Tito Luis sean felices,

semana tras semana”.

Y es que mi nieta el pasado domingo, que fue hasta Xixón con sus padres y unos amigos, asistió a un festival musical infantil y, a la salida, le compraron una especie de varita mágica en cuyo interior lleva una pila conectada a un pulsador que, al calcarlo, ilumina el objeto de color verde, manteniendo una posición para parpadear y otra para dejarla fija. Pues menudo fue. Ahora, en cuanto le permito minutos entre que se levanta y desayuna, entre desayuno e higiene, entre higiene y vestirla y entre la vestimenta y la marcha al cole, se lanza a por la varita y realiza conjuros sobre las muñecas, sobre las ovejas que pastan en el prado bajo casa, sobre los personajes de los dibujos animados y, hace un par de días, incluso sobre ambos, sobre ella y yo: “Abracadabra, pata de cabra,…”

Pues bien, es una especie de ceremonia que llevamos celebrando cada vez que se acuerda de su varita. No os imagináis mi interior hinchándose como un globo de feria. Estoy seguro que mis pulmones acogen en esos momentos más aire del que la propia atmósfera puede contener, hasta el punto que pienso que puedo explotar en cualquier momento: “…que Celia y Tito Luis sean felices”…

Ayer, cuando acabó de desayunar, se levantó para sentarse en el sofá ante la tele los cinco minutos reglamentarios, no sin antes asir la vara, encenderla y con varios movimientos hacia arriba, abajo, derecha e izquierda, soltó su hechizo, ese que yo no olvido ni un minuto al día, y fue terminar y venir corriendo hacia mí, abrazarse a mis piernas, soltarme un “Te quiero, Tito” y darme dos besos a la altura de las caderas. Ahí me quedé, arrebolado de emoción como siempre, ante el arranque de mi palomina, como la llamé un par de veces siendo poco más de un bebé y que ella me recuerda de vez en cuando: ”...semana tras semana”.

Hoy, su padre tenía un día de asueto del trabajo, de esos que van quedando y los jefes les dan a sus trabajadores por lo general cuando les apetece con el fin de que se acaben antes de fin de año. O sea, que me tocaron la mitad de los besos diarios, sinceramente bastantes menos que la mitad, aunque mi ilusión me lleva a pensar que los míos eran más sentidos y largos. Ya, ya lo sé, es mentira. Pero el delirio de un abuelo no tiene fin. Después de vestirse, se volvió hacia la caja donde guarda la varita mágica, la encendió con la luz parpadeante y, zarandeándola ante su cara, empezó con el encantamiento que a mí me fascinaba. No dije nada, solamente esperé por sus palabras, mientras el padre nos miraba alternativamente a uno y a otra:

“Abracadabra, pata de cabra,

que Celia y papá sean felices

semana tras semana.”

Luego se echó a reír, miró mi cara de estupefacción, se abrazó a su padre y, desde allí, me dijo: “Y tú también, Tito.”

Y yo sonreí. Qué remedio.  

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