“Abracadabra,
pata de cabra,
que
Celia y Tito Luis sean felices,
semana
tras semana”.
Y es que mi nieta el pasado domingo, que
fue hasta Xixón con sus padres y unos amigos, asistió a un festival musical infantil
y, a la salida, le compraron una especie de varita mágica en cuyo interior
lleva una pila conectada a un pulsador que, al calcarlo, ilumina el objeto de
color verde, manteniendo una posición para parpadear y otra para dejarla fija.
Pues menudo fue. Ahora, en cuanto le permito minutos entre que se levanta y
desayuna, entre desayuno e higiene, entre higiene y vestirla y entre la
vestimenta y la marcha al cole, se lanza a por la varita y realiza conjuros
sobre las muñecas, sobre las ovejas que pastan en el prado bajo casa, sobre los
personajes de los dibujos animados y, hace un par de días, incluso sobre ambos,
sobre ella y yo: “Abracadabra, pata de
cabra,…”
Pues bien, es una especie de ceremonia que
llevamos celebrando cada vez que se acuerda de su varita. No os imagináis mi
interior hinchándose como un globo de feria. Estoy seguro que mis pulmones
acogen en esos momentos más aire del que la propia atmósfera puede contener,
hasta el punto que pienso que puedo explotar en cualquier momento: “…que Celia y Tito Luis sean felices”…
Ayer, cuando acabó de desayunar, se levantó
para sentarse en el sofá ante la tele los cinco minutos reglamentarios, no sin
antes asir la vara, encenderla y con varios movimientos hacia arriba, abajo,
derecha e izquierda, soltó su hechizo, ese que yo no olvido ni un minuto al
día, y fue terminar y venir corriendo hacia mí, abrazarse a mis piernas,
soltarme un “Te quiero, Tito” y darme dos besos a la altura de las caderas. Ahí
me quedé, arrebolado de emoción como siempre, ante el arranque de mi palomina,
como la llamé un par de veces siendo poco más de un bebé y que ella me recuerda
de vez en cuando: ”...semana tras semana”.
Hoy, su padre tenía un día de asueto del
trabajo, de esos que van quedando y los jefes les dan a sus trabajadores por lo
general cuando les apetece con el fin de que se acaben antes de fin de año. O
sea, que me tocaron la mitad de los besos diarios, sinceramente bastantes menos
que la mitad, aunque mi ilusión me lleva a pensar que los míos eran más
sentidos y largos. Ya, ya lo sé, es mentira. Pero el delirio de un abuelo no
tiene fin. Después de vestirse, se volvió hacia la caja donde guarda la varita
mágica, la encendió con la luz parpadeante y, zarandeándola ante su cara, empezó
con el encantamiento que a mí me fascinaba. No dije nada, solamente esperé por
sus palabras, mientras el padre nos miraba alternativamente a uno y a otra:
“Abracadabra,
pata de cabra,
que
Celia y papá sean felices
semana
tras semana.”
Luego
se echó a reír, miró mi cara de estupefacción, se abrazó a su padre y, desde
allí, me dijo: “Y tú también, Tito.”
Y yo sonreí. Qué remedio.
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