Lunes. Comienza la semana. Toca madrugar.
No dejo ni que suene el reloj a las 06:22. Despierto antes. Quito la alarma y
me tiro fuera de la cama intentando no despertar a mi mujer. Imposible.
Sigiloso, para no acabar por despabilarla, me escurro fuera de la habitación.
Media hora en el baño. Nuevamente me cuelo en el cuarto, cojo la ropa y me
visto sin meter el mínimo ruido. Salgo y cierro con cuidado. Recojo las llaves,
las del coche y las de su casa. Abro la puerta y la vuelvo a cerrar con la
llave para hacerlo lo más silenciosamente posible. Eludo el ascensor y
desciendo por las escaleras al portal. Abro la puerta del portal y respiro el
frío helador de la madrugada, mientras saco un cigarrillo y lo enciendo con
parsimonia. Son las 06:54. Dos minutos hasta el garaje, en cuyo exterior apago
el pitillo y lo arrojo a una papelera. Sacar el coche y llegar al aparcamiento
junto al río, otros cuatro minutos. Las 07:00. Tres minutos más hasta el
portal. Dos minutos para esperar el ascensor, subir al segundo y abrir la puerta.
07:05. Empieza la jornada.
Hasta este momento todo fue un lento pasar
del tiempo en el reloj, una rutina diaria de lunes a viernes sin importancia. A
partir de ahora comienza el día, el tiempo no corre, lo marca ella, mi nieta. O
sea que puede suceder cualquier cosa, aunque haya tareas inamovibles marcadas
por el horario de clase. Pero antes, durante y después de cada una las frases,
los gestos, las dudas, los imprevistos acaecen sin orden ni concierto. Y son
justamente esos segundos los que conforman mi ansia de no perderme ni un solo
día esos quehaceres. Para eso madrugo, entre otras cosas.
Espero a las 08:00 para llamarla. Luego, Dios dirá.
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