martes, 14 de enero de 2020

LUNES


Lunes. Comienza la semana. Toca madrugar. No dejo ni que suene el reloj a las 06:22. Despierto antes. Quito la alarma y me tiro fuera de la cama intentando no despertar a mi mujer. Imposible. Sigiloso, para no acabar por despabilarla, me escurro fuera de la habitación. Media hora en el baño. Nuevamente me cuelo en el cuarto, cojo la ropa y me visto sin meter el mínimo ruido. Salgo y cierro con cuidado. Recojo las llaves, las del coche y las de su casa. Abro la puerta y la vuelvo a cerrar con la llave para hacerlo lo más silenciosamente posible. Eludo el ascensor y desciendo por las escaleras al portal. Abro la puerta del portal y respiro el frío helador de la madrugada, mientras saco un cigarrillo y lo enciendo con parsimonia. Son las 06:54. Dos minutos hasta el garaje, en cuyo exterior apago el pitillo y lo arrojo a una papelera. Sacar el coche y llegar al aparcamiento junto al río, otros cuatro minutos. Las 07:00. Tres minutos más hasta el portal. Dos minutos para esperar el ascensor, subir al segundo y abrir la puerta. 07:05. Empieza la jornada.
Hasta este momento todo fue un lento pasar del tiempo en el reloj, una rutina diaria de lunes a viernes sin importancia. A partir de ahora comienza el día, el tiempo no corre, lo marca ella, mi nieta. O sea que puede suceder cualquier cosa, aunque haya tareas inamovibles marcadas por el horario de clase. Pero antes, durante y después de cada una las frases, los gestos, las dudas, los imprevistos acaecen sin orden ni concierto. Y son justamente esos segundos los que conforman mi ansia de no perderme ni un solo día esos quehaceres. Para eso madrugo, entre otras cosas.
Espero a las 08:00 para llamarla. Luego, Dios dirá.

No hay comentarios:

Publicar un comentario