Canta la rana en la charca
y berrea el ciervo en el monte,
el lobo aúlla en el risco
y un chillido de águila en el
horizonte
preceden al terrible y último grito,
lastimero y sordo, de un zorro
solitario
que, en lo más profundo del bosque,
sobre una peña húmeda y musgosa,
agoniza por el fatal quebranto
nocturno
mientras maldice a la luna llena,
iluminadora aciaga y traicionera
exhibidora del cantizal de
matorrales
donde jugaban a aquellas horas.
El tardío ululato de un búho
y el gruñido retumbante de un oso,
el crujido rasante de una luciérnaga
y el canto desaforado de un grillo
loco
explican a los que quieren escuchar
cómo los dos zorruelos y la zorra,
abrazados bajo el amarillento
piornal,
cayeron abatidos por los estampidos
de aquella horrible asesina
atronadora,
y cómo ahora él, aún aturdido y
sufriente,
se deja morir sobre la roca
predilecta
de aquellos que lo acompañaron
siempre,
de sus adorados hijos y de su amante
eterna.
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