No soltaba la maleta. La había comprado
hacía una semana, una maleta en la que sobresalía el nombre de MAFALDA,
fabricada con un componente plástico duro, un asa desplegable de dos posiciones
y con ruedas. A sus tres años y medio, le costaba llevarla por el
suelo empedrado de las aceras del aparcamiento. Luego, cuando entró en la sala
del aeropuerto, de piso liso y más deslizante, la arrastraba con celeridad
hacia la fila para facturar, aquella fila, la del mostrador número siete, que
su madre le había dicho que les correspondía. No la soltaba, como si en ella se
escondiese el mayor tesoro del mundo. Y eso era, sin duda, a sus ojos.
Ella misma había estado la víspera, a
partir de las siete de la tarde, discurriendo sobre las cosas que quería llevar
de vacaciones. No todas, por supuesto, podrían viajar con ella, para eso sus
padres ya le habían seleccionado el contenido, de lo contrario ni mil maletas
hubiesen sido suficientes para cargar con todos los muñecos que quería que la
acompañasen. Siguiendo las pautas que le daban, la niña había colocado las
cosas dentro hasta que consideró que estaba suficientemente llena. Al final
sacó su muñeco de trapo, Bubú, al que dormía abrazada, y prefirió llevarlo en
la mano. Aún le quedaba una noche en su propia casa hasta volar al día
siguiente hacia las islas, verdaderas promesas de sol y playa, si la
meteorología lo permitía durante aquel verano loco. Al día siguiente, domingo,
se levantó antes que nadie y despertó a sus padres, no eran ni siquiera las
ocho de la mañana. “Mamá, mamá, ábreme la maleta, que tengo que guardar a Bubú”
Con ojos somnolientos, su padre izó a la pequeña y la acurrucó entre ambos
progenitores. “Pero, bueno, hija, ¿dónde vas tan temprano?”. Pero ella no
deseaba acurrucamientos ni abrazos como otros días. Sus pensamientos discurrían
en otro sentido, en que, si ya era domingo, habría que marchar a coger el avión
enseguida y Bubú no podía quedarse en casa. “Venga, papis, que hay que acabar
de hacer las maletas”. Mientras, saltó de la cama y llevó a su muñeco a la
habitación anexa a la suya, en una de cuyas esquinas reposaban las maletas,
depositándolo sobre la suya, encima de las letras MAFA ocultando una parte del
nombre del celebérrimo personaje creado por Quino.
Los nervios no la habían dejado parar
quieta un momento durante toda la mañana y parte de la tarde de ese domingo. Le
habían dicho que su abuelo los llevaría al aeropuerto alrededor de las seis de
la tarde, que el avión no despegaría hasta las nueve, que no se preocupara, que
jugase con los muñecos en casa, que enredase con sus amigos cuando salieron a
dar una vuelta, que viese dibujos animados, alguna de aquellas series que tanto
le gustaban, lo que fuese, pero que se calmase, que no llegarían tarde. “¿Y lo
sabe Tito, que tiene que llevarnos?”. “Sí, no te preocupes. Lo vas a ver
después, antes de comer.”
Alrededor de la una, sus padres la sacaron
de casa y se fueron los tres a dar una vuelta por el mercado dominical. Habían quedado
con su abuelo para tomar algo cerca de una céntrica cafetería de la villa. Cuando
la niña lo divisó, en medio de la Plaza, corrió hacia él. No lo besó ni lo
abrazó, como otras veces, sino que le soltó “¡Tito, Tito, nos tienes que llevar
a las seis al aeropuerto!”. “Ya lo sé, pequeñina. Pero…¿y si me olvido?- preguntó
con una sonrisa intentando tomarle un poco el pelo”. “¡Que no, Tito, que no te
olvidas!”. “Bueno, si hay besos, a lo mejor…” Así consiguió que se abrazase a
sus piernas y le diese tres o cuatro besos en la barriga. Mientras, él se
agachaba y la abrazaba a continuación, plantándole un besazo bien sonoro en su
mejilla.
A las seis de la tarde se hallaba como
un clavo delante de la rampa que descendía a los garajes. Había sacado a sus
padres de casa casi a empellones, temía llegar tarde o que a su abuelo se le
hubiese olvidado. Cuando vio el coche, se lanzó a por su maleta para acarrearla
hasta la puerta del maletero. “Toma, Tito, métela ahí. Y ten cuidado, eh, que
no se rompa”. Fue su padre quien acomodó el equipaje en el coche, mientras su
madre la amarraba a la sillita de viaje que descansaba en el asiento de atrás.
Por el camino, los nervios la traicionaron:
se durmió a los cinco minutos de arrancar. Demasiada tensión acumulada a lo
largo del día, lógico.
Nada más aparcar, se tiró fuera como un
cohete. Su maleta fue la primera, claro. Y luego hacia el edificio del
aeropuerto. No se separó de ella hasta llegar al mostrador de facturación.
Una vez facturado el equipaje, fue como
si todo volviese a la normalidad. Para ella el hecho de saber que las maletas
ya irían directas al avión, supongo que fue como darse cuenta de repente de que
el aparato no podría marchar sin ella. Si ya estaban las maletas, enseguida
irían ellos. Luego, embarcaron por la única puerta de aquel aeropuerto,
pequeño, de provincias, uno de esos en los que resulta impensable perderse. Y
nada más pasar por el escáner, entre sonrisas, se volvió y agitó su manita para
decirles adiós a sus abuelos. La vieron gesticular algo con los labios, pero no
la oyeron. Después desaparecieron los padres y ella tras una puerta que
comunicaba con la zona habilitada especialmente para los pasajeros. Aún pasaron otros diez segundos antes de
que la abuela dijese: “Vamos, anda. Ya no los vemos hasta vuelta”. “Ya, ya lo
sé- farfulló él-, pero seguro que la voy a echar de menos estos diez días”.
A la altura de Sotu’l Barcu, vieron
despegar un avión, uno de tantos. “Mira, a lo mejor van en ese”- comentó Tito
mientras alzaba la vista al cielo. Ella asintió, aunque no le contestó mientras
miraba su reloj, que marcaba las ocho y cuarto. Demasiado temprano, pero para
qué le iba a decir nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario