Casas
antiguas, viejas, decadentes, ruinosas, como aquella en la que yo me crie, pero
con historias que van más allá de nuestros meros deseos de agradar la vista con
edificaciones modernas. Eso es lo que me pasa por los ojos cada vez que recorro
alguna de las calles de nuestra villa moscona o entro en mi casa de La Podada,
en la que mis padres lucharon por hacer de nosotros hombre de provecho, como
dirían ellos, historias propias y ajenas, unas vividas, otras imaginadas, pero
todas reales, porque nadie sabe dónde acaba la realidad y comienza la
imaginación. No es solo ese solar lleno de matorrales y de basura donde se
ubicaba tal o cual vivienda, ni siquiera la visión de esas otras construcciones
que amenazan derrumbe lo que en mi mente se refleja, sino los paseos y las
caminatas en una u otra dirección que recorría hace cincuenta años o más y que
me recuerdan el paso del tiempo, lo efímero que es una vida a pesar de que a
veces la vivamos como si el mañana fuese infinito. Me suponía a muchas otras
familias, como la mía, en sus cocinas, en sus salones, en sus habitaciones;
unas más grandes, otras más pequeñas; unas con enseres más míseros, otras más
opulentos, pero todas con sueños, con ganas de progresar, de salir adelante, de
vivir mejor, como nos pasaba a nosotros, que no pedíamos la luna, pero sí no
tener que vivir bajo las estrellas, sino poder verlas desde nuestra ventana. Nos
armábamos de valor cada vez que mi madre, a peticiones nuestras que
considerábamos justas y hoy reconocemos
más como caprichos que otra cosa, nos contaba lo de “Ya, ya. Y yo quería un
coronel y no me quiso él”, y con eso ponía punto final a nuestras demandas.
A
las nuevas generaciones les cae el alma a los pies cuando descubren alguna de
esas casas renqueantes que osan aún estar levantadas en distintas calles de
Grau, la percepción que de ellas tienen es la de saber, o creer saber, que
ningún tiempo pasado fue mejor, que el futuro está en las manos de su juventud
y que esas reliquias que aún conviven con su estilo de vida y de habitabilidad
deberían reposar y descansar el sueño de los justos, o injustos, es igual,
mediante la autorización de palas excavadoras, buldóceres y demás para que
echen abajo esas estructuras obsoletas, que hieren el sentimiento innovador de
su mocedad y que arrasa allá por donde pasa. Y seguramente tendrán razón.
“Juventud, divino tesoro”- escribía Rubén Darío; aunque tampoco estaría de más
recordar a Jardiel Poncela cuando decía que “La juventud es un defecto que se
corrige con el tiempo”.
O
sea, que ahora, después de que ese defecto mío haya sido superado por el tesoro
de vivencias acumulado también por el paso del tiempo y el aumento de
recuerdos, me gusta evocar, cada vez que paso ante una de esas edificaciones
vetustas, anticuadas y achacosas, mi niñez, mi ir de la mano de mi padre, mi
madre o ambos con o sin rumbo, mis “excursiones” de infante que busca encontrar
parajes nuevos, en la inocencia de la edad, en aquellos mundos maravillosos que
coexistían a mi alrededor. Hoy, mientras escribo, me vienen a la mente
fotograma a fotograma, las películas de los grandes descubrimientos realizados
junto a mis amigos: desde La Podada viajé por la calle Cimavilla y El Curatu
hasta el centro entonces de Grau, La Plaza, y el Parque d’ Arriba; recorrimos
El Casal y llegamos a El Rodacu; nos atrevimos a bajar por El Bolao hasta Las
Calles Nuevas y luego al puente de La Mata; nos lanzamos a explorar la zona de
Riviellas y el depósito de agua, igual que la de La Moratina; llegábamos a La
Barrera y Acebéu; y así, poco a poco, hasta que entramos en la juventud, en esa
loca edad en que nada se pone por delante y en la que nos centrábamos más en la
búsqueda de cosas nuevas que nos diferenciasen de nuestros padres, de aquellos
mayores que nos contaban historias y nos daban consejos con los que no
estábamos en absoluto de acuerdo porque eran cosas de viejos. ¡Qué sabrían
ellos! ¡Menudos éramos nosotros y más con nuestra experiencia! Hasta que uno llega a
esta edad en la que los recuerdos se amontonan hasta no saber distinguir entre
la realidad y el deseo de que algunos quizá fuesen ciertos.
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