Folios
sobre la mesa, sucios
del
grafito untuoso del lápiz;
páginas
tenebrosas, infectas,
tapizando
el parqué del cuarto;
cuartillas
virginales, condenadas,
sin
duelo, por el pecado de vanidad;
pulpa
de celulosa, denigrada
por
el sueño de un engreído;
corruptos
y estériles, todos,
como
las palabras que contienen;
muertos,
vacíos,
cadáveres
blancos putrefactos
por
la ineptitud literaria
de
ese soberbio escribidor fracasado.
De
repente, en la ventana,
ante
sus ojos atribulados,
una
mariposa,
que se
posa atrevida,
respaldada
por su belleza multicolor,
y
se enfrenta serena,
conocedora
de su brevedad,
al
final de su efímera existencia.
Y
coloca otro folio en blanco,
y,
mientras ve abrirse sus alas,
el
lápiz se le escurre de la mano,
volando a la par de ella,
consciente
de quién absorbe
la
fuerza de la palabra
en
ese instante fugaz.
Y
recoge los folios,todos,
de
la mesa,
del
suelo,
de
su cabeza,
emborronados
como nubarrones,
papelorios siniestros insustanciales,
versos abortados en su nacimiento,
versos abortados en su nacimiento,
sin
corazón ni alma,
y
los arroja, consecuente y aliviado,
mas aún altanero y envanecido,
al
hogar al que pertenecen,
al
destierro inequívoco predestinado,
al
calor del fuego.
Mientras, la paleta del pintor,
la artista del color,
la errante portadora del arco iris,
la artista del color,
la errante portadora del arco iris,
abandonada
su cotidiana soledad,
dibuja
y pinta en el aire
mil
veces,
y
mil veces mil,
y
aún mil más,
una
sola palabra,
una
única palabra,
la
que de verdad le importa,
la
que le enseñaron el primer día,
la
que determina su camino:
libertad.
Y
el autor fallido,
al
instante humilde e insignificante,
ase
una cuartilla impoluta,
desliza
tenue el carboncillo
y
comienza a escribir pulcramente:
“Frágil
y etérea, mariposa de colores,
pintora
iridiscente del aire,
que…”
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