En su mente se fraguan soluciones a
cualquier imprevisto que le pueda acaecer. Si una camisa se moja con el zumo de
naranja que desayuna o se ensucia al salpicar una salsa en la que se le cayó el
tenedor por un descuido no hace falta decirle ninguna cosa, ni tan siquiera preguntarle
con el consiguiente ¿y ahora, qué?; antes de que se le formule, la respuesta viene rauda y
con antelación: Bueno, a la lavadora, que
se lo traga todo y no protesta. Que se la avisa, si va distraída con el
patinete o la bici, de que se puede caer y hacerse daño, pues se cae, se
levanta, mira a esos adultos ceñudos y, antes de que nadie le pueda decir una
palabra, se descuelga con un: No fue nada,
y se sacude las manos o las rodillas, aunque le duelan un montón. Que se le
requiere, cuando sale con algún juguete a la calle, que si se encuentra con
alguna amiga debe dejárselo también un poquito para que jueguen las dos o las
que sean, sin problema hasta que se encuentra con ellas: Es que no traen nada, o sea, que, papá (mamá, abuelito, da igual), me
guardas el juguete y así jugamos a otra cosa.
Lo tiene claro, a cualquier imprevisto le
busca una respuesta, lo importante es no dar el brazo a torcer ni que se lo
intenten doblar. Si hay solución para las cosas, ella la encuentra. Quién sabe
más adelante. De momento, con más de una discusión y castigo, al final se sale con
la suya, aunque, como calificaban antes los maestros, progresa adecuadamente.
Por esas cosas, en ocasiones, se nos mete
en la cabeza a nosotros, a los mayores, decir que es terca, o egoísta o
mandona, qué sé yo. Queremos que sea como nosotros, o sea, peores que cualquier
niño. Creemos que la enseñamos cuando en el fondo, en nuestra vida particular,
hacemos lo mismo que ella pero con otros objetos. Si el médico nos manda una
dieta o no comer o no beber de aquello o no fumar, cuántas veces le hacemos
caso: una, dos, antes de volver a nuestros hábitos. Si disponemos de un coche
que nos encanta, que cuidamos como oro en paño, a quién se lo dejaríamos, anda,
¿ a quién lo haríamos sin estar sufriendo mientras que no nos lo devuelven?: a
uno, dos, y con un verdadero temor de que nos lo estropeen, porque cómo les
íbamos a pedir cuentas de ello. Si alguien precisa de una cantidad de dinero,
que tú podrías dejarle porque no lo necesitas entonces, ¿se lo prestarías así
como así? Anda, ya.
A fin de cuentas, ella o él lo único que
hacen es imitar nuestro comportamiento, quién sabe si porque lo llevan en sus
genes y esos genes están en el noventa y nueve coma nueve, nueve, nueve, nueve,
nueve y más nueves de la gente. Para nuestros errores, encontramos soluciones;
y para nuestra generosidad, explicaciones para evitarla, aunque no en los
demás. Somos personas, con nuestros inconvenientes, diferencias, ingenuidades y
singularidades, pero siempre con objetivos claros: cada uno, primero lo suyo,
luego lo de los demás si beneficia lo suyo, después lo de otros si a él lo deja
como está y por fin lo de cualquiera a quien no se conoce y que le trae al
pairo lo que le suceda, con tal de que él siga como mínimo igual que está. Las
excepciones son las que confirman la regla.
Y la niña manda su ropa a la lavadora para evitar
la riña de sus papás que la habían avisado de ponerse la servilleta; se aguanta
el dolor e incluso sonríe cuando cae para no darles la razón cuando le dijeron
que se haría daño; y no deja sus muñecos porque para ella eso es como su coche
o el dinero de los padres.
O sea, que dejadlos, que el tiempo pone
todo en su sitio y no van a ser muy distintos de nosotros. Y si a nosotros
mismos nos juzgamos buenas personas, ¿qué queremos entonces de ellos? Andad,
rebuscad en vuestra memoria y comprobad lo que hacíais cuando erais críos y
crías.
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