Y
su risa despertó al búho,
que
dormía agotado bajo las tejas,
que
arrojó su bizca mirada
sobre
aquellas largas guedejas
que
corrían desaforadas
tras
el rebaño de ovejas.
Sus
continuos ululatos
alertaron
a una corneja
de
denso pelo negro y brillante
dormida
sobre la hiedra
que
cubría con sus tallos trepadores
las
ramas rugosas, vetustas y viejas
del
centenario y retorcido castaño,
que
había nacido entre las piedras
de
un antiguo castillo medieval,
impresionante
aún por su fortaleza.
Y
cuando la risa desapareció
alejándose
más allá de la maleza,
ambas
aves silenciaron sus picos
sumiéndose
nuevamente en la tristeza:
una,
encogida y silenciosa
en
una esquina bajo las tejas,
y
otra, con su cabeza bajo las alas,
en
el viejo castaño, sobre la hiedra.
Mientras,
saltando a lo lejos,
la
cara alegre de largas guedejas
con
su risa infantil le decía al viento,
al
río, al prado, a las peñas,
que
no puede ser feliz quien vive
en
el pasado, anclado en sus penas,
que
hay que mirar hacia adelante
sin
tropezar en las mismas piedras,
y
si, por error, te cayeses otra vez,
levantar
todo tu ser de la tierra,
erguirte,
caminar un paso y diez mil
y
sobreponerte, que la vida no es eterna.
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