Algunos días el tiempo se
hace de rogar, no pasa a la velocidad que uno desea. Es más, convierte a uno en
esclavo del reloj. Durante los últimos tres días el cuerpo no encuentra la postura
idónea, no es capaz de colocarse en una posición suficientemente cómoda como
para soportar el dolor más allá de un cuarto de hora, y entonces es cuando los
ojos se clavan en el reloj digital que hay encima de la mesita de noche viendo
como los minutos dejan de serlo para convertirse en espacios de tiempo
interminables. Es como si el reloj estuviese marcando el tiempo a un ritmo tan
pausado que me recordaba las imágenes que se toman en cámara lenta cuando
quieren repetir algo para que nos demos cuenta con detalle de todos los aspectos
de ese movimiento. Y así el reloj, el minutero, lo hace igual. ¡Cuán diferente
es un minuto en buena compañía, alegre y entre gente que te quiere! Este otro
minuto es eterno. Cuento los segundos, uno a uno, hasta sesenta, pero creo que
lo hice demasiado rápido porque aún no cambió. Por fin. Pero yo llegué a
setenta y cinco, contando, pausando, cauto al hacerlo; no obstante, no me
imagino pasar la noche haciendo siempre lo mismo aunque aminore un poco mi modo
de enumerar los segundos necesarios para que el reloj digital cambie nuevamente
el guarismo. ¿Toda la noche en vela contando? Imposible, pienso, antes me voy
de paseo sin rumbo a estudiar la influencia de las estrellas en la vida de las
plantas, es decir a volverme loco solo de pensarlo. Pero no lo hago y ese
tiempo que acorta nuestras vidas de modo inexorable se ríe en mis narices y me
hace la vida más larga precisamente cuando más corta quiero que sea. Nunca nos
conformamos, siempre estamos cambiando de opinión. Somos espíritus de contradicción.
O al menos yo, hoy.
Ustedes sigan siendo felices, no me hagan caso y no pierdan la sonrisa.
miércoles, 18 de febrero de 2015
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