Es muy probable que los
amantes de la montaña pasen la mayor parte de su vida sin admirar las
maravillas del mar y, al revés, que los amantes de la playa no lleguen a
disfrutar casi nunca de los paisajes del monte. Tanto unos como otros se
perderán el rugir de las olas contra un acantilado y la suavidad de la arena de
la playa al mediodía de un día de verano o el salto de una ardilla desde la
rama de un roble a la de un castaño y la simple huella del paso de un oso en
busca de una arandanera. A veces, el ser humano se vincula tan férreamente a un
único placer que puede hacerles confundir el gris marengo con el gris plata, el
azul turquesa con el azul Prusia. Es lo mismo que nos espera dentro de este año
de elecciones por doquier. El votante es un animal que tropieza una y dos y
tres o más veces en la misma piedra, pero cuando se cansa de llevar golpes y de
que su cuerpo esté lleno de moratones, opta por cambiar el color e irse, por
ejemplo, al fucsia o al verde mar, acaba
dándose cuenta que tal vez sea mejor vivir a medio camino entre el mar y la
montaña; o bien decide que puede vivir únicamente en uno de esos lugares sin
falta de que el otro llegue a perturbar su estado de ánimo, hecho este que no
me parece precisamente plausible. Nos quedan unos meses para saber cuál será la
inclinación de los millones de españoles que acudirán a esa cita que algunas
personas interesadas en seguir usando dicho nombre a sabiendas de su falsedad llaman
democráticas. Como si los derechos y responsabilidades de un español fuesen los
mismos en un lugar que en otro de nuestra geografía, como si todos fuésemos
iguales ante la ley, la que sea.
No obstante, elijan lo que
elijan, mar o montaña, azul o rojo o
verde o gris, a ver si la mayoría de los currantes mejoramos nuestras
condiciones de vida y deje de ser solo un derecho de los grandes de la
macroeconomía, de los de siempre.
Mientras, intenten ser felices y no pierdan esa sonrisa diaria, que ayuda y mucho.
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