jueves, 13 de diciembre de 2018

CATARRO: ¡QUÉ MAL LO PASO!


Aquel día no había dormido bien. A las dos de la madrugada llamó a su madre porque le dolía un oído, el derecho. Cuando llegué este amanecer a su casa, me avisaron de que no iría a clase, que, si veía que empeoraba, seguramente la tendría que llevar al pediatra.
Llevaba toda la semana con una mucosidad grande; a cada momento, durante los dos últimos días, un “Tengo mocos, Tito”, le surgía mientras me miraba sabiendo perfectamente que mi reacción no tardaría ni dos segundos antes de que estuviese a su lado con un pañuelo de papel o de tela para sonarla. Pero ayer, a lo largo de la tarde, la mucosidad más líquida y fácil de expulsar fue escasa, mientras que las flemas que también arrancaba de vez en cuando se hicieron algo más oscuras. La densidad de los mocos le criaba costras en la nariz y le era más difícil su extracción.
Ahora, a las siete y cuarto de la mañana, casi diez minutos después de que sus padres se hubiesen marchado al trabajo, despertó medio llorando y llamándome. “Tito, Tito, tengo mocos, pero no salen, están duros”. Rápidamente, me asomé a la puerta de su cuarto en el que ya resplandecía la luz que ella había encendido, puesto que una de las llaves ese encontraba a la derecha de la cama, al alcance de sus brazos. Ella se recostaba en medio de la cama, con su Bubú, su muñeco de felpa, entre la mejilla izquierda y el cuello. Me acerqué con mi pañuelo de tela, aún sin usar, para sonarla. Apenas nada. En las ventanas de la nariz alguna pequeña costra endurecida durante la noche que le arranqué cuidadosamente con el pañuelo. “Vamos al baño, anda, mi palomina, que te echo un poco de agua en la cara y se reblandecerán los mocos.”
Ella, obediente, se levantó y se me abrazó a las piernas, antes de dirigirse al baño que habitualmente usaba, justo enfrente de su habitación. Pasó por delante de mí, encendió la luz del aseo y abrió el grifo de agua fría. Se echó, con sus manitas, agua por la cara, sobre todo por la zona de la nariz, y se secó inmediatamente. Una tosida le obligó a arrancar una flema grisácea, compacta y grande que se apresuró a arrojar escupiéndola al váter y tirando de la cadena inmediatamente después. “Ag, Tito”. Se encaminó a continuación hacía el salón y se tendió sobre el sofá tapándose con una mantita que descansaba con ese fin usualmente en una de las esquinas del mueble.
Tenía los ojos brillantes, la nariz congestionada y el resto de su cara, siempre alegre y con ganas de retozar y de que le hiciese cosquillas al despertar, no mostraba nada más que una seriedad y una tristeza profundas. Sus ojitos, brillantes como luciérnagas nocturnas, y su frente, más caliente de lo normal, permitían atisbar una temperatura anómala. No tenía ganas de juegos, ni de bromas. Le puse dibujos animados, pero lo único que me contestó fue que le llevase a Bubú, que lo había olvidado en su cama.
Se lo llevé, pero, al verla así, saqué de uno de los cajones de la cómoda el termómetro y, levantándola un poco para que reposase su cabeza entre mi brazo izquierdo y mi pecho, se lo puse en la axila derecha. Enseguida pitó: 37,8º C, cuando ella no solía pasar de treinta y seis y medio. No me extrañaba, pues, su comportamiento inhabitual e ilógico y que atribuí inmediatamente a ese ascenso de la fiebre.
Fui a la nevera y cogí el frasco con solución oral de ibuprofeno apto para niños. Reposaba en un estante, frío, desde hacía algo más de un mes, un día que la habíamos llevado al médico por lo mismo de hoy. En un pequeño vasito que contenía la caja del medicamento, eché la medida correspondiente a su edad, dos mililitros y medio, y se lo di a la niña. Sabía bien, le gustaba, y no puso ningún reparo para apurarlo hasta que no quedó ni gota, incluso con la lengua lamió la superficie interna del vaso para no dejar nada. Luego hice lo mismo con un jarabe, de cuyo nombre me olvidé, y que hacía compañía al ibuprofeno en el frigorífico. Cada ocho horas, había escrito mi hija en la pegatina exterior del frasco. Para que yo no me olvidara, claro.
Una vez tomados ambos, se acurrucó contra mí un minuto y enseguida volvió a recostarse abrazada a Bubú, con la cabeza apoyada en un pequeño cojín grisáceo con rayas blancas y el cuerpo cubierto por la manta marrón y blanca, centrando su atención en la pantalla del televisor donde Bob Esponja se peleaba con Calamardo en la cocina del peculiar restaurante submarino, intentando ambos preparar una hamburguesa de no sé qué, algo de cangrejo, aunque no atendí bien a ello.
Encendí la lámpara de pie, tras el canapé, y apagué la del techo. A continuación, me aposenté a su lado, a sus pies, y le acaricié la cabecita, inclinándome hacía ella y cubriéndola de besitos de lobitos. Los de lobitos eran suaves y dulces, casi sin ruido, mientras que los de lobo feroz eran más sonoros y fuertes y le gustaban menos que los primeros. Cuando me quise dar cuenta, había cerrado sus ojos y se había quedado dormida, profundamente, incluso con pequeños ronquidos que despertaron en mi cara una sonrisa, la primera de aquella mañana. Su cara en ese momento se asemejaba a una de esas que yo me imaginaba y que debían de poblar los palacios celestiales, la de un ángel confiado y feliz, seguro de que siempre alguien estará velando por él. Y yo, ahora, ante la visión encantadora de mi nieta, me figuraba ser algo así como ese ente que lo cuidaba y que se derretía ante su presencia. Celia, el ángel, y yo, su guardián.
Y es que, cuando se halla algo enferma, por poco que sea, me cae el alma a los pies y soy casi incapaz de esbozar siquiera una sonrisa de compromiso hasta que no veo una suya reluciente como el sol de mediodía. No soporto verla mala, alicaída, sin ganas de jugar con sus Nenucos a las mamás y papás, a la profe y sus alumnos, a hermanitos y hermanitas traviesas u obedientes, a cualquier cosa que se le ocurriese y donde yo ocupo siempre un lugar, un personaje que debo hablar, impostar la voz, como se supone que lo debería de hacer esa persona o ese muñeco que ella desea que represente en sus juegos. ¡Pobre de mí si no lo hago!
¡Y pobre de ella si no me lo manda!
Porque os juro que si no me lo manda.,… pues me aguanto. ¡Como que soy su abuelo, que lo hago, que me aguanto hasta que ella diga! ¡Menudo soy yo!
Cuando despertó había mejorado, la medicina, supongo, estaría haciendo el efecto deseado. Luego, a lo largo del día, solamente a media tarde le volvió a subir algo la fiebre. 
Durmió bastante bien y al día siguiente ya estaba como nueva, como sucede con los chiquillos en general: recuperan en horas lo que un adulto no hace ni en una semana. Pero mejor, benditos sean y benditos sigan.

Que no se diga: una sonrisa sale de cualquier situación, echen una y disfruten del día.

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