Fue
un liviano roce de mi dedo índice
sobre
el dorso pálido, rugoso y frío
de
tu mano extendida exánime
posada
en la blanca sábana de hospital
el
que descargó en mi interior
con
rotundidad extrema y sin fisuras
la
certeza de tu viaje anunciado.
Un
instante tan vívido y cruel
que
traspasó las fronteras de mi alma
hasta
entonces negada tozudamente
a
constatar la realidad más evidente,
obstinada
y escéptica sobre creer
que
las ataduras de su gemela
se
hubiesen vuelto casi inánimes.
Y
fue entonces cuando deposité,
como
si de una ofrenda religiosa se tratara,
un
etéreo pero hondo beso en ella
anhelando
con una emoción contenida
que
a tus entrañas llegara el cariño,
el
respeto y la consideración que sembraste
durante
muchos años a tu alrededor.
No
fue hasta horas después,
cuando
la amargura más brutal
me
alcanzó de forma despiadada,
la
constatación explícita y diáfana
de
tu ausencia corporal absoluta,
del
desencadenamiento suave y dulce
de
tu espíritu en busca de calma.
Descansa
en paz, mi amigo,
descansa
y solázate en ese otro paraíso
en
el que la risa fresca y franca
y
la luz brillante y celestial del amor
que
has atesorado en tu vida terrenal
aguardan
ansiosas tu presencia
para
disfrutar de tu alegría y tu bondad.
Amén.
(a un amigo muy
querido, a un compañero, a un hermano)
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