domingo, 31 de mayo de 2009

EL PEQUEÑÍN

Seis meses, rechoncho, con una cara redonda como la luna de los enamorados, de ojos grandes, castaños, abiertos a la vida, sonrisa fácil y "muy bueno, vamos que no da guerra, sólo si tiene hambre", dicen sus padres; “ye un santu”, dice la madrina.
Hacía tres días que me había afeitado. Desde la primera helada, allá a finales de octubre, había empezado a dejar la barba, algo habitual año tras año, durante la última década. Primera helada fuerte, primer día de arrinconamiento de los útiles de afeitar en el fondo del armario de baño. Y por abril, limpieza de cutis, es decir, otra vuelta a la cantinela matinal diaria de la brocha, el jabón y la cuchilla.
Pues bien, al “gordito” hacía una semana que no lo veía y hoy, cuando le cogí la manita, abrió unos ojos extrañadísimos. Se había acostumbrado, supuse, a ver a un barbudo delante de su cara durante su brevísimo tiempo de vida. No obstante, su confianza lógica e infantil en todo y todos cuantos le rodean hizo que enseguida su boca dibujara una sonrisa, comenzara a patalear y a dar con los brazos en la colcha, mientras farfullaba una retahíla de sonidos ininteligibles para mí.
No podía dejar de imaginarme que me había reconocido y me estaba contando algo, a saber qué, en un lenguaje primigenio y perdido, olvidado por el ser humano desde los primeros días de su existencia, desde los lejanos tiempos de los hombres de las cavernas, desde el mismo origen del hombre.
“Estoy calentándole el biberón”, las palabras de la madrina me sacaron de mi abstracción, de mis intentos de hablar con él emitiendo también yo una serie de sonidos, y éstos sí que eran ininteligibles, destinados a comunicarme con aquel ser de seis meses que me miraba fijamente con cara de plasmo mientras yo me esforzaba en pronunciar aquellas sílabas y sonidos guturales que en nada se parecían a los suyos..
Entonces lo destapé en su cuna, lo envolví en la manta de color azul cielo, semiarrugada por sus pataleos, y lo aupé en mis brazos.
Su mejilla izquierda se apoyó en mi mejilla derecha, recién afeitada hacía un par de horas. Empecé a darle besos, mientras el bebé, mimoso y contento, se quedaba quieto todo el tiempo con los ojos clavados en su madre, que le hacía gracias mientras lo acariciaba dulcemente, con palabras que sólo con capaces de decir las madres, para verlo sonreír, para enseñarle a ser feliz.
De repente, giró la cabeza y depositó sus labios en mi mejilla empezando a darme besos. La madrina, al ver mi cara, comenzó a reírse.”Mira como lo lame”. Y la madre, ante la reacción de su “gordito”, comenzó a pasarle la mano por el poco pelo de su tierna cabecita..
Yo quedé pasmado, sin saber qué hacer. Tenía seis meses y me había dado unos besos, o eso pensé y nadie iba a quitármelo de la cabeza, aunque los demás no quisieran verlo así. Luego el chiquillo volvió a apoyar su carita contra la mía, y empezó a hablar y a contarme cosas, porque eso era lo que yo quería que hicera, que me contara cosas aunque nadie supiera que me las estaba contando. En ese momento me hubiera gustado tener seis meses también para entenderlo. Volví a besarlo repetidas veces y se lo pasé a su madre.
Me senté enfrente de ellos mirándolo un rato mientras tomaba su biberón. Por mi mente, durante una fracción de segundo, pasó un solo pensamiento: “No es cierto que seamos los adultos los que enseñamos a nuestros hijos a ser felices y mejores, son ellos los que, con una simple mirada, nos hacen felices y mejores a nosotros.”
Pero los adultos somos demasiado prepotentes para darnos cuenta de ello y acabamos destruyendo esa inocencia.
Me levanté, me incliné hacia el niño y le di un beso en la frente. Me miró, rió y siguió chupando del biberón, mientras me agarraba un dedo con su mano.
Cuando marché del piso, al llegar al portal y verme reflejado en el espejo junto al ascensor, mi cara mostraba una felicidad y una paz que no puedo expresar con palabras.
Miré, a través de los cristales de la puerta, hacia la calle y me quedé un pedazo quieto sin moverme, sin atreverme a salir de allí, sin querer volver al día a día
.

Hasta el próximo artículo y no olviden ser felices, es fácil: miren, aunque sólo de reojo, la cara de un bebé en su cochecito cuando lo vean pasar.
Que lo pasen bien.

No hay comentarios:

Publicar un comentario