Ayer,
durante varios minutos, doce o quince, floté. Volví a sentir que mi cuerpo no
era mío, como hacía tantos años, y que mis esperanzas de futuro ahora se centraban en aquel otro cuerpecito que sostenía
entre mis brazos, en el regazo, aupándolo, colocando su cabecita sobre mi
hombro o simplemente sosteniéndolo enfrente de mi cara gozando con su expresión
de calma, de tranquilidad, de seguridad. Yo no era yo. Mis sentimientos más
dulces se hallaban inmersos en aquel otro ser, se habían independizado y me
habían olvidado; aquella niña me había despojado, sin quererlo, de todo cuanto
hasta ese momento creí que era de mi propiedad. Ante ella, me rindo incondicionalmente,
sufro si sus gestos denotan dolor o impaciencia, me desgarra el alma el hecho
de sentirla incómoda. Mi corazón no envía ni gota de sangre a ninguno de mis
órganos si mis ojos la ven a disgusto, aunque solo sea durante esos escasos
segundos que tarda su madre en empezar a darle de comer.
Incluso
cuando está dormida, mi mirada no se aparta de ese moisés en el que descansa
apaciblemente sin nada que la moleste, solo con distintas piezas de música clásica
de fondo que la acompañan durante sus horas de sueño. De vez en cuando, una
pequeña sonrisa se muestra en su cara, sus labios se curvan hacia arriba
convirtiéndola en un ángel, en la representación física de la inocencia
absoluta, y quiero imaginar que es porque sabe que estoy allí a su lado, en silencio,
contemplándola, cuidándola, sabiéndose querida. Pienso que ese sentimiento es
el de la felicidad total, aunque sé más que de sobra que en nada se parece a la
de sus padres. No obstante, quiero creer que la que siento yo en estos momentos
no tiene parangón y que nadie puede negarme que mi dicha sea infinita. A ver
quién se atreve a discutírmelo. Es mi nieta.
Pasen un gran día y no pierdan la
sonrisa.
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