jueves, 22 de enero de 2015

SIN DISCUSIÓN

    Ayer, durante varios minutos, doce o quince, floté. Volví a sentir que mi cuerpo no era mío, como hacía tantos años, y que mis esperanzas de futuro ahora se centraban en aquel otro cuerpecito que sostenía entre mis brazos, en el regazo, aupándolo, colocando su cabecita sobre mi hombro o simplemente sosteniéndolo enfrente de mi cara gozando con su expresión de calma, de tranquilidad, de seguridad. Yo no era yo. Mis sentimientos más dulces se hallaban inmersos en aquel otro ser, se habían independizado y me habían olvidado; aquella niña me había despojado, sin quererlo, de todo cuanto hasta ese momento creí que era de mi propiedad. Ante ella, me rindo incondicionalmente, sufro si sus gestos denotan dolor o impaciencia, me desgarra el alma el hecho de sentirla incómoda. Mi corazón no envía ni gota de sangre a ninguno de mis órganos si mis ojos la ven a disgusto, aunque solo sea durante esos escasos segundos que tarda su madre en empezar a darle de comer.
    Incluso cuando está dormida, mi mirada no se aparta de ese moisés en el que descansa apaciblemente sin nada que la moleste, solo con distintas piezas de música clásica de fondo que la acompañan durante sus horas de sueño. De vez en cuando, una pequeña sonrisa se muestra en su cara, sus labios se curvan hacia arriba convirtiéndola en un ángel, en la representación física de la inocencia absoluta, y quiero imaginar que es porque sabe que estoy allí a su lado, en silencio, contemplándola, cuidándola, sabiéndose querida. Pienso que ese sentimiento es el de la felicidad total, aunque sé más que de sobra que en nada se parece a la de sus padres. No obstante, quiero creer que la que siento yo en estos momentos no tiene parangón y que nadie puede negarme que mi dicha sea infinita. A ver quién se atreve a discutírmelo. Es mi nieta.
    Pasen un gran día y no pierdan la sonrisa.  

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