martes, 2 de febrero de 2016

¡AY, ABUELO!


(A Celia, por si algún  día lo lee)

Pues sí, es verla por la mañana y saber que el día comienza como debe comenzar: con una sonrisa en la cara. Es lo que me sucede de lunes a viernes, cada vez que entro en casa de mi nieta y la veo sentada en la trona, una vez acabado el desayuno. Me ve y empieza a decir cosas ininteligibles, pero que quiero comprender cuanto antes, es más, algunas ya las interpreto como a mí me interesa. Extiende los brazos nada más verme porque sabe que la voy a coger en cuello. Luego le canto un poco, un áaááaáaá con una música de nana a la que la he acostumbrado desde bien pequeñita, y se me apoya en la mejilla como si quisiera dormir. Es cosa de unos segundos, pero quien viese mi cara seguro que observaría en ella una imagen grandiosa de la felicidad. Luego, mientras la cambio, es decir, le quito el pijama, el bodi y el pañal bien cargado de pis de la noche, se despereza y me deja hacerlo sin protestas, incluso cuando le acomodo el nuevo pañal, habiéndole untado previamente su culito con una crema para evitar que se cuartee la piel al contacto con sus micciones o deposiciones. Hasta aquí todo va siempre bien Pero entonces llega el momento de ponerle un nuevo bodi, leotardos, pantaloncitos, vestido, abrigo, gorro y bufanda (estamos en invierno, las mañanas son frías) y entonces hay días en que comienza la guerra. No para: se me levanta, patalea, agita los brazos, se echa hacia adelante o hacia atrás, al contrario de lo que yo quiero, pone pucheros, lloriquea, protesta y, de vez en cuando, me mira y… se ríe. Sí, se ríe, como si hubiese estado jugando conmigo todo el rato. No sé si comerla a besos o plantarme. Opto por lo primero, es mi nieta y estoy absolutamente chocho, soy más complaciente con ella de lo que fui nunca con mi hija, como todos los abuelos, digo yo. Cuando, por fin, termino y la tengo lista para marchar al cole, la upo y le doy varios besos en la mejilla. Aquí llega lo que yo no aguanto: enrosca sus bracitos alrededor de mi cuello y me suelta un ¡aaaay! tan dulce y meloso que me deja temblando. Ya me olvidé de la guerra que me dio. Ya vuelvo a tener las pilas cargadas para lo que mande. Así soy yo, un pobre abuelito en las nubes al que se le cae la baba cada dos por tres estando con ella. Aún recuerdo que, cuando nació, alguien me regaló un babero enorme para mí. No sé dónde lo guardé, pero voy a tener que buscarlo por casa; en algún cajón andará metido. Y, aunque suponía que me lo daban en broma, ahora ya lo dudo y me estoy tomando más que en serio usarlo a diario mientras la contemplo hacer casi todo lo que le da la gana.
 
No me hagan mucho caso, ustedes sigan a lo suyo, siendo lo más felices posible y con la sonrisa a flor de piel.

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