(A Celia, por si algún día lo lee)
Pues
sí, es verla por la mañana y saber que el día comienza como debe comenzar: con
una sonrisa en la cara. Es lo que me sucede de lunes a viernes, cada vez que
entro en casa de mi nieta y la veo sentada en la trona, una vez acabado el
desayuno. Me ve y empieza a decir cosas ininteligibles, pero que quiero
comprender cuanto antes, es más, algunas ya las interpreto como a mí me
interesa. Extiende los brazos nada más verme porque sabe que la voy a coger en
cuello. Luego le canto un poco, un áaááaáaá con una música de nana a la que la
he acostumbrado desde bien pequeñita, y se me apoya en la mejilla como si
quisiera dormir. Es cosa de unos segundos, pero quien viese mi cara seguro que observaría
en ella una imagen grandiosa de la felicidad. Luego, mientras la cambio, es
decir, le quito el pijama, el bodi y el pañal bien cargado de pis de la noche,
se despereza y me deja hacerlo sin protestas, incluso cuando le acomodo el
nuevo pañal, habiéndole untado previamente su culito con una crema para evitar
que se cuartee la piel al contacto con sus micciones o deposiciones. Hasta aquí
todo va siempre bien Pero entonces llega el momento de ponerle un nuevo bodi,
leotardos, pantaloncitos, vestido, abrigo, gorro y bufanda (estamos en
invierno, las mañanas son frías) y entonces hay días en que comienza la guerra.
No para: se me levanta, patalea, agita los brazos, se echa hacia adelante o
hacia atrás, al contrario de lo que yo quiero, pone pucheros, lloriquea,
protesta y, de vez en cuando, me mira y… se ríe. Sí, se ríe, como si hubiese
estado jugando conmigo todo el rato. No sé si comerla a besos o plantarme. Opto
por lo primero, es mi nieta y estoy absolutamente chocho, soy más complaciente
con ella de lo que fui nunca con mi hija, como todos los abuelos, digo yo. Cuando,
por fin, termino y la tengo lista para marchar al cole, la upo y le doy varios
besos en la mejilla. Aquí llega lo que yo no aguanto: enrosca sus bracitos
alrededor de mi cuello y me suelta un ¡aaaay! tan dulce y meloso que me deja
temblando. Ya me olvidé de la guerra que me dio. Ya vuelvo a tener las pilas
cargadas para lo que mande. Así soy yo, un pobre abuelito en las nubes al que
se le cae la baba cada dos por tres estando con ella. Aún recuerdo que, cuando
nació, alguien me regaló un babero enorme para mí. No sé dónde lo guardé, pero
voy a tener que buscarlo por casa; en algún cajón andará metido. Y, aunque suponía
que me lo daban en broma, ahora ya lo dudo y me estoy tomando más que en serio
usarlo a diario mientras la contemplo hacer casi todo lo que le da la gana.
No
me hagan mucho caso, ustedes sigan a lo suyo, siendo lo más felices posible y
con la sonrisa a flor de piel.
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