sábado, 8 de diciembre de 2012

ATARDECER DE DICIEMBRE


El sol se va melancólico, lentamente,
 
mientras la primera tiniebla se enfrenta a la luz,
 
sin miedo, conocedora de su fuerza.
 
Día tras día la misma historia contada diferente,
 
con adornos celestes de inverosímiles colores
 
que suplican promesas de futuro,
 
que exigen juramentos de esperanza.
 
Y prometes.
 
Y juras.
 

Luego...
 
Las luces de las farolas, tenuemente,

parpadean antes de abrirse del todo,

cómplices del deslizarse susurrante

de unos zapatos por la acera.


Se encienden algunas ventanas

dejando pasar la imagen de una cocina,

de un salón, de una habitación.

Las cortinas apenas ocultan la intimidad.

La vida no la tiene. Todo se sabe…

…o se intuye.


El claroscuro del atardecer difumina la montaña,

que desaparece esquiva a nuestra vista,

que se cobija bajo un manto mágico invisible.

Se acuesta, busca sus secretos.

 

Los árboles se estiran paulatinamente,

hasta que su imagen en el suelo, alargada,

se transforma en una alfombra voladora oscura

que nos invita a recorrer el camino a casa.

 
Desaparece el río,

y la plata de sus aguas refleja la luna,

que se atreve a reír entre dos nubes plomizas.

En el aire, dulcemente,

olor a lluvia, a limpio, a frescura.


El hombre se sube el cuello del abrigo,

encoge un poco los hombros y la cabeza,

como un gángster de serie B;

levanta los ojos solo lo suficiente saber donde pisa;

se apresura hacia su casa sin ver a nadie,

con el corazón lleno de secretos;

se mete en el portal como un ladrón

y abre la puerta de casa con rapidez.

Tiene prisa.

Aún con la ropa puesta, nervioso,

se sienta a la mesa, pensativo,

y escribe en un folio en blanco:

ATARDECER DE DICIEMBRE.
 

Sábado, fiesta. ¡Hala, a disfrutarla! Que tengan un gran día.
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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