Siempre
me he reído con aquella infantilidad de una película americana protagonizada
por Tom Hanks en la que este, ante la vida, decía que era como una caja de
bombones, pues nunca sabías qué te iba a tocar. Los americanos son así, y la
gente ve muchas películas de este tipo y atrofian como ellos. Que sí, que a
veces hay una buena, como en el resto del cine mundial, pero cursiladas así son
típicas suyas.
Porque
vamos a ver, quién dijo que la vida se reduce simplemente al sabor que puedan tener
todos los bombones del mundo. Ni metáforas tan malas ni hostias en vinagre, tío. Según eso, te
pueden gustar más o menos, pero no dejan de ser bombones. ¡Serán gilipollas!
No,
mis boys, la vida no es una caja de bombones, es una caja cerrada de la que
desconoces su contenido, con una abertura por la que metes la mano a cada
momento y sacas paquetitos envueltos en papel de regalo. Unos los habrá maravillosos,
pero otros tal vez hubiese valido más no abrirlos. Tan pronto te sale un
caramelo, como una cagarruta; un bombón, como una víbora; una felicitación,
como una carta de desahucio; una letra de un banco impagada o que te haya
tocado una enfermedad rara; una esposa
maravillosa y una hija genial, o un jefe que te despelleja y un hijo drogata;
un amigo sensacional o una esquina de mendigo. Y podéis seguir con ejemplos,
que a todos se nos viene alguno a la cabeza. Buenos y malos.
En
esa caja, más bien un cajón, larga, ancha y alta en la que te ves obligado a
meter la mano día tras día, se hallan todos esos regalitos. Y hay sitio para
millones de ellos.
Y
esa sí es la vida: abrir esa caja, no la de bombones, y enfrentarte cada minuto
a las alegrías y a los sinsabores y ser feliz con las primeras y no rendirse
nunca con los segundos.
Pero,
vamos, anda ya, ¿una caja de bombones? ¿Y qué hacen los diabéticos, entonces?
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