lunes, 10 de diciembre de 2012

Escribir por el placer de escribir.


EL PASEO

Había estado paseando por la alameda que circunvalaba la pequeña villa, una avenida que contaba, según los libros de historia, con más de ciento cincuenta años.

La simetría a ambos lados del paseo era absolutamente exacta: cada diez metros se alzaba un álamo, igual a derecha que a izquierda, y entre cada uno de ellos, un banco de madera de dos metros de longitud. Todo al milímetro. Los ciudadanos de la villa siempre se habían afanado y exigido a sus representantes que aquella avenida se mantuviese igual, perenne en el tiempo, aunque cada cierto número de años hubiese que sustituir alguno de aquellos monumentos arbóreos que se veían condenados a la desaparición a causa de su edad; para ello disponían de un monte cerca de la villa donde plantaban cada dos años una veintena de álamos destinados a relevar aquellos que por enfermedades o ancianidad hubiese que talar.

Lo mismo sucedía con los bancos: un edificio municipal albergaba en su interior una docena de repuesto para proceder a sustituir uno ante cualquier eventualidad.

Y cuando eso sucedía, todo el proceso no duraba nunca más de veinticuatro horas. Porque jamás, jamás, podía faltar un solo árbol o un solo banco en aquella avenida. Sería la perdición de los representantes ciudadanos: no durarían ni un solo día más en el cargo.


Podían cometer todo tipo de irregularidades, tomar decisiones que enrabietaran a la mayoría de sus vecinos, eliminar un día de las fiestas patronales, modernizar las calles o los edificios, gestionar el agua o la luz o la basura de forma extraordinaria, mantener los ojos puestos siempre en mejorar la vida de sus conciudadanos, etc; pero, fuese lo que fuese, la gente, como en todas partes, podría hacer al cabo de unos meses borrón y cuenta nueva y centrarse en lo más reciente. Pero la alameda…

Solo en una ocasión, hacía más de cincuenta años, uno de los alcaldes del lugar, el más nefasto a juicio de los vecinos, tuvo la peregrina idea de publicar un bando a las nueve de la mañana en el que se hacía saber al pueblo que a partir de la semana entrante se procedería a la tala de la mitad de los álamos del paseo para alternar entre uno y otro un nuevo árbol representativo de la flora autóctona: castaños, robles, abedules, cerezos y nogales, con el fin de darle mayor vistosidad a aquel monumental escenario orgullo de la villa, al tiempo que se eliminaba al menos la mitad de la floración, de los millones de vilanos, que tan perjudicial era para muchos niños y adultos a los que afectaba a su capacidad respiratoria durante determinadas épocas de año.

¡Ja! A las once de la mañana, unas trescientas personas, hombres y mujeres, niños y niñas que incluso se habían saltado la escuela ese día, se habían reunido delante de la plaza de la Casa del Pueblo. Era una manifestación silenciosa, sin un grito, hasta que de repente el dueño de uno de los bares de la plaza tomó la palabra y dijo, tranquilo, sin excitación ninguna en su voz: “Este alcalde ya no nos representa”. Y a continuación, dos hombres, dos mujeres, dos niños y dos niñas penetraron en el interior del edificio, subieron al primer piso donde estaba el despacho del alcalde, que se hallaba sentado a su mesa sudoroso ante la perspectiva que se le avecinaba; abrieron la puerta y, sin apenas levantar la voz, la niña le comunicó:”Aquí, usted, Sr. Alcalde, ya no pinta nada. Recoja sus cosas y váyase”.

El prohombre intentó hablar y explicar sus razones, pero antes de que hubiese abierto la boca, el niño se llevó el dedo índice derecho a la boca y soltó un solo “Chissss”. Luego, los adultos lo ayudaron a meter sus cosas en un par de cajas de cartón y lo acompañaron escaleras abajo. Cruzó entre la multitud, que  había abierto un estrecho pasillo, y se encaminó a su casa. Al cabo de un par de horas, él y su mujer se despidieron del pueblo dirigiéndose por una calle lateral hacia la carretera general que conducía a la capital. Nunca más volvió.

A las tres de la tarde, en la plaza, hubo una nueva reunión: se acordó elegir a un nuevo representante  dentro de una semana. Y la vida volvió a la normalidad; jamás nadie osó desde entonces realizar cambios que atentaran contra la voluntad de aquel pueblo que, sin algaradas, sin motines, sin gritos, solo con la palabra y las tradiciones, y con la fuerza que da sentirse unidos, mantenían su último reducto de sensibilidad impoluta para que las nuevas generaciones pudieran buscar explicaciones a como habían sido sus antepasados, aunque lo hiciesen nada más que a través de una alameda que circunvalaba el pueblo.

Pero es que la alameda no era una alameda. Era simple y llanamente, con todo lo que ello implica, la historia del lugar, una historia plagada de una millonada de otras pequeñas historias que se hallaban escondidas en cada rincón y recoveco de ella.

Ciento cincuenta años en los que bajo cada árbol, en cada banco, se habían forjado los lazos que unieron a aquellos ciudadanos para defender su forma de vivir. No había un solo lugar que no estuviese cargado de emociones entrañables surgidas de la alegría o el dolor, del amor o el desamor, de la charla serena de dos ancianos, de los mil y un juegos infantiles, de los paseos orgullosos de los padres con sus hijos recién nacidos, de la soledad de una persona mientras se pone el sol tibio de otoño, de las miradas furtivas cruzadas entre dos amantes o el susurro  de una palabra henchida de nostalgia.

La alameda no es la alameda, es la Historia del Mundo. Y esta no se puede tocar ni olvidar. Es eterna.

Cuando regresé de dar el paseo, me senté en el último banco antes de entrar nuevamente en el pueblo. Desde allí vi el mundo con nuevos ojos, los ojos vivos de mis padres, de mis abuelos, de mi pueblo. Y sonreí orgulloso de pertenecer a esta tierra.

Gracias a quienes hayáis llegado hasta aquí. Espero que no os haya entrado sueño.
Pasen un gran lunes.

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