miércoles, 12 de diciembre de 2012

UN RELATO


(Todo parecido con la realidad puede ser cierto o no, depende)

Cuando llegué a la sala de espera miré el reloj. Faltaban casi cuarenta minutos para mi cita con el doctor de la Unidad de Dolor.

Hacía poco más de una semana que me habían metido por dos ocasiones, con un intervalo de cuarenta ocho horas, en un quirófano y me habían hecho unas pruebas de radio frecuencia encaminadas a paliar los fuertes dolores que padezco en la zona lumbar y que se expanden por la pierna izquierda hasta la planta del pie, debido a una dichosa hernia discal, amén de artrosis en alguna vértebra más hacia arriba y abajo de ella. Pensé, una vez acabadas ambas, que  en vez de paliarme el dolor, lo que habían hecho había sido meterme más, porque, ufff, ¡cómo dolían las agujas! Y cuando le daban a la  ruedecilla con la que controlaban la frecuencia, ¡menudo!; hasta el segundo día fui incapaz de impedir a mi boca soltar un ¡coño! En pleno quirófano, seguido de un perdón automático, porque aquello era insoportable. Claro que habrá gente que soporte más y mejor el dolor, pero yo, como que no.

¿Para algo valdrá, verdad?- pensaba a pesar de todo.

Mi cabeza, con anterioridad, desde que supo que un tratamiento a cargo de la Unidad de Dolor podía ser la solución, había establecido por su cuenta y riesgo una pauta de curación: antes de una semana comenzaría a notar los primeros síntomas de atenuación del dolor, seguro que no iba a ser la panacea pero, si durante una temporada me sentía bien, ¡bendito de Dios vaya!

Pero la cabeza y el cuerpo, como ya dije más veces, no se ponen de acuerdo, coño
.




El dolor producido por los nervios pinzados de la extremidad había remitido, dejándome una sensación de insensibilidad que, aunque me produjese una especie de falta de fuerza en ella, además de tener la extraña idea de que estaba dormida, al menos algo era algo. ¡Había funcionado, aleluya! De momento.
No obstante, los dolores en la espalda se negaban a abandonarme, hasta el punto de evitar incluso que pudiese descansar tranquilo, y las noches llegaban en alguna ocasión a hacerse, si no eternas, tan largas que uno nunca era capaz de imaginarse el amanecer. Además, de noche el dolor, no sé la razón, si es mental o científica, se incrementa de forma directamente proporcional a la hora en que te despiertan los primeros pinchazos y a la hora que marca el reloj de la mesita de noche.

Porque no es lo mismo despertar a las dos de la mañana que a las cinco para estar en vela. Y tres horas más, o dos, o una, dan tiempo a que la mente de una persona le dé miles de vueltas a cualquier cosa que se le meta entre ceja y ceja. Y que, a miles de preguntas, busque miles de soluciones a todo el revoltijo, si bien no siempre las mejores, precisamente porque el dolor continúa y de este no se derivan ciertamente las mejores respuestas.

Así que, cuando entré por fin en la consulta de aquel doctor, pensaba que debía de contarle, como en los chistes malos, mi estado de salud actual en forma de dos noticias: una buena y otra mala. Solo faltaba que me ordenase por cual empezar.

Pasamos mi mujer y yo, dimos las buenas tardes, como se supone que deben hacer las personas con un cierto atisbo de educación, de lo cual nos preciamos hasta donde el cuerpo aguanta, y procedimos a sentarnos en dos sillas enfrente del médico.

Me fijé en él, que lo único que había hecho era mirar para mí como si yo fuese una aparición. Cuestión de tres o cuatro segundos en silencio. Pensé que su cabeza estaba en otro sitio. Entonces volví a repetir un buenas tardes esperando su respuesta. Otros dos o tres segundos con sus ojos mirándome, no sé si viéndome o no. Ya estaba mosca.”-¿Qué tal?”- la pregunta típica para romper el hielo, pero que tuve que hacer yo porque aquel ser hierático parecía una pintura del faraón Amenhotep en su cámara funeraria. Otros dos o tres segundos. Y de repente, supongo que en un alarde de síntesis después de tanto tiempo observándome, por fin habló.

-¿Qué tal estás? ¿Sigues teniendo dolores?

Entonces no le conté lo de las noticias, una buena y otra mala, porque mi temperamento ya se hallaba un poco alterado, aunque aún estaba lo suficientemente sereno como para explicarlo como me apeteciera, dado que su pregunta daba a pie a ello, o eso creía yo. Así que comencé por explicarle la extraña sensación que se mantenía en la pierna, aunque el dolor no lo sentía; no obstante, le digo, tampoco estoy haciendo una vida normal y…

-¡A ver, no me seas gallego!- me espetó cortando mi explicación- ¿Tienes dolores, sí o no?

Quedé estupefacto. Era la primera vez que un médico iba a lo suyo sin dejar siquiera que el paciente le explicase sus síntomas. Quien sabe, tal vez fuese adivino y no necesitara oírme. O tal vez quería oír lo que fervientemente deseaba escuchar con todas sus fuerzas.: que estaba perfectamente y que él era un genio. No sé, demasiado pagado de sí mismo-me dio la impresión.

-Sí- contesté seco. Y adopté su postura inicial, mirarlo sin decir más.

Otros dos o tres segundos de silencio porque yo lo dejé ahí y él quizá estaba esperando que yo continuase. Pero, después de su impertinencia, como este menda no abrió la boca, la situación estaba en tablas. Se habían cambiado las tornas.

-¿Cómo que sí? A ver cómo es eso.- buscó que yo continuase.

“Coño- pensé- ahora sí quiere explicaciones”.

-Pues entonces- tal vez yo había levantado una pizca la voz- ahora voy a ser gallego- y pasé a relatarle sucintamente lo de la pierna, y a alargarme más sobre los dolores de la espalda que habían continuado e incluso no me permitían descansar.

Creo que el clima del despacho había subido algún que otro grado. A la mitad de mi exposición oí abrirse la puerta tras de mí, aunque no imaginé quién se habría colado en él.

Cuando acabé, miré hacia atrás y me encontré con el Dr. Torres, mi neurocirujano. ¡Qué persona! Me extendió la mano, que yo estreché con auténtica satisfacción, y se quedó allí esperando el final de la consulta- revisión.

Fue como si la adrenalina que me había estado subiendo o bajando hasta la boca se fuese disolviendo. Logré aparentar cierta calma y sentarme con la espalda recta.

-Es que hoy yo lo veo mucho mejor. El otro día, cuando vino, estaba usted mucho más inclinado y con gestos de dolor que me preocuparon. Además, no le dije que los dolores desaparecerían en una semana. Creo que se equivoca al pensar eso.- Las explicaciones del anestesista, ante el relato de los hechos narrados me entraron un poco por un oído y me salieron por el otro.

A fin de cuentas, es verdad que no me lo habían dicho, pero eso no significaba que yo quisiese imaginarme esa pequeña mejoría semanal que no llegó a la espalda.

Sentí sobre mis hombros las manos de Torres que me tranquilizaba,

-Al final, no te preocupes, que estoy yo.- me dijo con carialegre, sabiendo que tengo toda la confianza del mundo en él, no en vano ya me había operado otra vez de la zona cervical.

La tensión, creo, comenzó a desaparecer, no del todo, pero sí lo suficiente como para que me emplazase para dentro de una semana con el fin de realizarme entonces las pruebas pertinentes y ver como evolucionaba todo el asunto.

Incluso se permitió contar la anécdota relativa a una paciente anterior a la que llamaba “chica milagro” porque hacía muy poco tiempo que le habían aplicado la misma técnica que a mí, y se había ido completamente curada, sin un dolor por leve que fuese.

No le dije, pero lo pensé, que no creía en los milagros. Son ellos quienes curan o no, los que deben intentar que todo salga lo mejor posible, aunque a veces las ganas se muestren inermes ante la realidad. Y no hay nada que hacer, más que confiar en que hacen y harán siempre lo mejor por nosotros.

Por eso, aunque salí de la consulta bastante nervioso y ocurriéndome mil y una barbaridades, no dejé de pensar que dentro de una semana será otro día.

A fin de cuentas, quiero pensar que su comportamiento inicial vino marcado desde mi entrada en la consulta habiéndome sentado sin haberle pedido permiso.
O quizá debido a que cuatro noches sin apenas pegar los ojos no dejan el sistema nervioso de una persona en condiciones de razonar meridianamente bien, y eso me ocurría a mí.
Fuese lo que fuese, en este momento no estoy tranquilo, aunque mi conciencia, que es más lista que yo, me diga que la vida sigue y preocuparse de lo que no tienen solución es de gilipollas. Y como no lo quiero ser, pues se acabó y punto final al asunto, que mañana será otro día y seguro que la sangre no llega al río

Quién sabe. Eso pienso ahora.
 
Que lo hayan disfrutado, si es posible, y mi mayor deseo.Un saludo.

 

 

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