He visto caras de satisfacción, de alegría, de
entusiasmo en las variopintas oportunidades en que una actuación musical o de
teatro, en una convivencia lúdica con chicos de catorce o quince años bien para
juegos o manualidades, o en cualquier otra cosa que aleje a estas personas de la rutina diaria.
Las caras adormiladas de la mayoría
se despiertan de repente y a sus ojos suben unas estrellas brillantes, que
relucen durante poco menos de una hora, desde sus recuerdos más alejados, desde
sus corazones ansiosos de cariño y distracción, y les hacen olvidar sus
dolencias, sus congojas, sus nostalgias, para vivir nuevamente el presente; son
como niños que esperan esa sorpresa con la que de vez en cuando sus familias
les sorprenden ante un hecho especial, como si fuese su santo o su cumpleaños,
o por cualquier otro motivo especial como aprobar el curso, sacar una buena
nota, haberse comportado bien en casa de los abuelos.
Y estas personas, muchas de ellas
sujetas a una silla de ruedas o encadenadas por sus propios cerebros en mundos
paralelos a los que no llegamos los demás, por unos momentos vuelven a ser partícipes
de la vida cotidiana, se ríen en ella, dejan que sus penurias y desasosiegos
acaben en el pozo sin fondo del olvido al menos durante esa larga hilera de
minutos que se antoja feliz e ilusionada, capaz de enterrar todos sus
sinsabores.
Y hay una especial sinergia entre
estos momentos de alegría y la presencia en el salón de los niños. Son la salsa
de su vida, son los recuerdos felices de sus hijos, aunque algunos no se acuerdan
ni siquiera cuando fue la última vez que los vieron, pero que se les presentan
ahora en cuerpo y alma transformados en estos otros pequeños que se acercan
hasta ellos con un cariño y una inocencia que el ser humano no debería perder
nunca.
Ayer, en la Residencia del ERA de
Grau actuó el coro de la catequesis parroquial. Más de ochenta niños les
cantaron villancicos, les recitaron poemas y acabaron entregando a todos los
residentes una postal navideña felicitándoles las fiestas al tiempo que repartían
besos entre todos ellos. Algo tan sencillo como dar un beso y recibir a cambio
una mirada tan henchida de agradecimiento, de cariño, de alegría, de felicidad
que el niño se siente pagado con creces, aunque vea aflorar a los ojos de aquel
anciano una tierna lágrima, y en un susurro emocionado un gracias débil pero
profundo, celebrado, sincero, cargado de la emoción que les produce volver a
vivir aquellos tiempos felices en que se esmeraban por sus hijos y a los que
abrazaban y achuchaban porque no hay nadie a quien se quiera más.
Ayer, la mayoría de estos ancianos regresaron
a la vida en la que reían por nada, a los tiempos en que ver correr a niños por
un pueblo o por una calle era lo más normal del mundo.
Hoy, entre estas paredes, solo los
ven en contadas ocasiones, pero ¡cómo las aprovechan! Merece la pena la visita
de un niño. Traen la vida con ellos y sus risas no la paga nadie porque ellos
las regalan. Ellos transforman el mundo en un arco iris de todos los colores y
a quienes nos toca verlo, creo, nos hace mejores personas.
A veces me salen cosas de estas. Tengo momentos,
qué le voy a ahcer. Disfruten de un buen día.
Y a los niños les gustó, hoy ví a una niña que cantó allí y se acordaba de haberme visto allí y de la abuela a la que diera su postal
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