Abría sus ojos castaños y los clavaba con auténtico asombro
en las figuras que desfilaban por aquellas calles donde no hacía mucho, a media
tarde después de merendar, había estado jugando a la pelota con su primo.
Luego la noche había caído con rapidez, con esa premura que
el invierno imprime a todas sus cosas, lo mismo para llover o nevar, que para
helar y acuchillarte con un frío que te cala hasta los huesos, o para
recordarnos que la noche es en esta estación la reina de las veinticuatro horas
de la jornada, aparcando la claridad a unas pocas horas. Y el niño había sido
llevado a casa de la mano siempre cariñosa de su abuela para bañarlo, cambiarlo
y volver a salir un par de horas más tarde con cara de no haber roto nunca un
plato. Aunque tal vez fuese posible que así fuese.Ahora, contra el poder del invierno y la nocturnidad, el hombre había encendido la iluminación artificial, miles y miles de bombillas pequeñitas de todos los colores que ahuyentaban el poder de las sombras.
Y entonces, la plaza y las calles adyacentes, iluminadas, se atiborraron de gente, padres o abuelos que upaban a sus hijos o nietos más bajitos para que no se perdieran ni un ápice de aquel cortejo fastuoso que una vez al año recorría la villa.
Los más pequeños reaccionaban de distintas maneras: unos no
eran capaces de centrar la vista en nada en particular ya que la visión de
aquella comitiva era demasiado amplia como para que por sus añitos pudieran
conseguirlo, a pesar de las voces desaforadas del adulto de turno que intentaba
lograr lo imposible, que viese lo mismo que él; otros con cara de susto e
incluso de miedo ante aquellos seres desconocidos, por más que los mayores los
intentaran tranquilizar y contarles quiénes eran; otros lloraban, berreaban,
cogían tal berrinche que no les quedaba más remedio a sus familiares que
abandonar aquel lugar privilegiado que tanto les había costado conseguir y
perderse por cualquier otra calle invisible al desfile, aunque reacios a
alejarse mucho porque, a fin de cuentas, ellos también anhelaban ser partícipes
de la fiesta; otros simplemente respondían con sus manitas a los saludos que
les enviaba aquel hombretón de la barba blanca o el de la barba castaña o el de
piel oscura; algunos se soltaban de sus padres o de sus abuelos y se ponían a
jugar con sus amigos pasando olímpicamente de aquella algarabía; y los más
atrevidos se escapaban hacia el centro del cortejo para unirse a él.
Los que ya eran un poco más mayorcitos, los que sabían de
qué iba a aquello, los que reconocían por la barba o el color de la piel a las
ilustres personas que se habían dignado acercarse hasta su pueblo, agitaban sus
brazos con la ilusión puesta en que fuesen vistos por ellos. Estos, lo único
que ambicionaban eran las ganas de saber si sus sueños se cumplirían, si
aquellos insignes visitantes atenderían a sus peticiones, si habrían tenido en
cuenta sus cartas y sus prioridades. Así que se hallaban con los nervios a flor
de piel, tanto que cualquier movimiento repentino les hacía saltar, y tanto que
no había otro día en el año en que cumplieran tan a rajatabla todo cuanto les
mandasen sus padres. Eran las personitas con cara de ángel más buenas y
obedientes sobre la faz de la tierra. Todas.
Aquellos más mayores, que habían descubierto ya el secreto
que albergaba en su interior la cabalgata, le echaban un vistazo rápido y estaban
más pendientes de pedir que les tirasen caramelos y otros chucherías; entonces
se lanzaban al aire a por ellas a se arrastraban por el suelo en busca de los
que se habían escurrido por entre las manos levantadas de la gente; otros se
metían entre la muchedumbre sin miedo a ser aplastados, más bien lo contrario,
con riesgo de tirar al suelo a alguno de los adultos que cargaban con un
pequeñín a hombros, y no hacían caso ninguno a quien los increpaba en esas
circunstancias; algunos se salían del recorrido de la cabalgata porque sabían
que los Reyes eran quiénes eran y preferían correr y jugar, al batiburrillo de
gritos del gentío que atronaba las calles.
Había de todo. También adultos. Y entre estos, los había que
intentaban por todos los medios hacerse un hueco desde el que pudiesen mostrar
a sus hijos pequeños, cargados de ilusión e inocencia, a aquellos Reyes que
venían del Oriente- o de la Tartéside-
cargados con los regalos; otros simplemente se peleaban con todo bicho viviente
con el objeto de apoderarse de cuantos más caramelos mejor, y los exhibían en
sus puños en alto cada vez que conseguían uno para guardarlos avariciosamente a
continuación en el bolsillo o en el bolso de mano; los más serenos se limitaban
a alzar de vez en cuando a su hijo de cuatro o cinco años al paso de los
distintos Reyes, enviados especiales, pajes, carrozas, para que pudiesen
admirarlos al tiempo que henchían el pecho orgullosos de su retoño. Todos
felices; de acuerdo que cada tiene intereses distintos, pero a fin de cuentas
no dejan de pasarlo de cine. La vocecita de mi cabeza me recuerda que aún me
falta otro pequeño grupo de adultos, el que asiste a la fiesta de la inocencia
con un único fin: sacarle todos los colores a la organización, buscar hasta por
debajo de los adoquines o del asfalto de las calles el más mínimo error,
criticar y echar por tierra el trabajo y la colaboración de todos aquellos
voluntarios que se han pasado horas preparándose para hacer posible el sueño de
millones de niños y de padres. Y estos, además, no fallan ni un año, repiten
como la morcilla. No obstante, ante sus palabras normalmente cargadas siempre
de mala baba, el resto les echa una mirada despectiva y les responde con la
indiferencia más absoluta.
Pues bien, esto y aún más es la noche del 5 de enero. Es la
noche de la ilusión descontrolada, de la avidez por la mañana siguiente, de la
satisfacción ante el paquete envuelto en papel de colores contenedor de un
secreto, de las miradas entusiasmadas, de las incertidumbres hechas realidad,
de las zapatillas bajo el árbol, de los nervios alterados pero incontrolables,
de los sueños inquietos, de la dosis de felicidad necesaria para empezar el año,
de las risas excitadas y de la sonrisa inocente.
Lo demás no existe.
Y yo ya no lo soporto. ¿Por qué no pasan rápido estas fechas?
¡Cuánto se hacen de rogar! ¡Mira que a mi edad estar en este estado de ansiedad!
Pero es que… hace más de una semana que escribí la carta y ...¡¡¡Tengo ganas de
los Reyes!!!
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