martes, 25 de diciembre de 2012

¡QUE VENGAN LOS REYES!


Abría sus ojos castaños y los clavaba con auténtico asombro en las figuras que desfilaban por aquellas calles donde no hacía mucho, a media tarde después de merendar, había estado jugando a la pelota con su primo.
Luego la noche había caído con rapidez, con esa premura que el invierno imprime a todas sus cosas, lo mismo para llover o nevar, que para helar y acuchillarte con un frío que te cala hasta los huesos, o para recordarnos que la noche es en esta estación la reina de las veinticuatro horas de la jornada, aparcando la claridad a unas pocas horas. Y el niño había sido llevado a casa de la mano siempre cariñosa de su abuela para bañarlo, cambiarlo y volver a salir un par de horas más tarde con cara de no haber roto nunca un plato. Aunque tal vez fuese posible que así fuese.
Ahora, contra el poder del invierno y la nocturnidad, el hombre había encendido la iluminación artificial, miles y miles de bombillas pequeñitas de todos los colores que ahuyentaban el poder de las sombras.
Y entonces, la plaza y las calles adyacentes, iluminadas, se atiborraron de gente, padres o abuelos que upaban a sus hijos o nietos más bajitos para que no se perdieran ni un ápice de aquel cortejo fastuoso que una vez al año recorría la villa.

Los más pequeños reaccionaban de distintas maneras: unos no eran capaces de centrar la vista en nada en particular ya que la visión de aquella comitiva era demasiado amplia como para que por sus añitos pudieran conseguirlo, a pesar de las voces desaforadas del adulto de turno que intentaba lograr lo imposible, que viese lo mismo que él; otros con cara de susto e incluso de miedo ante aquellos seres desconocidos, por más que los mayores los intentaran tranquilizar y contarles quiénes eran; otros lloraban, berreaban, cogían tal berrinche que no les quedaba más remedio a sus familiares que abandonar aquel lugar privilegiado que tanto les había costado conseguir y perderse por cualquier otra calle invisible al desfile, aunque reacios a alejarse mucho porque, a fin de cuentas, ellos también anhelaban ser partícipes de la fiesta; otros simplemente respondían con sus manitas a los saludos que les enviaba aquel hombretón de la barba blanca o el de la barba castaña o el de piel oscura; algunos se soltaban de sus padres o de sus abuelos y se ponían a jugar con sus amigos pasando olímpicamente de aquella algarabía; y los más atrevidos se escapaban hacia el centro del cortejo para unirse a él.



Los que ya eran un poco más mayorcitos, los que sabían de qué iba a aquello, los que reconocían por la barba o el color de la piel a las ilustres personas que se habían dignado acercarse hasta su pueblo, agitaban sus brazos con la ilusión puesta en que fuesen vistos por ellos. Estos, lo único que ambicionaban eran las ganas de saber si sus sueños se cumplirían, si aquellos insignes visitantes atenderían a sus peticiones, si habrían tenido en cuenta sus cartas y sus prioridades. Así que se hallaban con los nervios a flor de piel, tanto que cualquier movimiento repentino les hacía saltar, y tanto que no había otro día en el año en que cumplieran tan a rajatabla todo cuanto les mandasen sus padres. Eran las personitas con cara de ángel más buenas y obedientes sobre la faz de la tierra. Todas.

Aquellos más mayores, que habían descubierto ya el secreto que albergaba en su interior la cabalgata, le echaban un vistazo rápido y estaban más pendientes de pedir que les tirasen caramelos y otros chucherías; entonces se lanzaban al aire a por ellas a se arrastraban por el suelo en busca de los que se habían escurrido por entre las manos levantadas de la gente; otros se metían entre la muchedumbre sin miedo a ser aplastados, más bien lo contrario, con riesgo de tirar al suelo a alguno de los adultos que cargaban con un pequeñín a hombros, y no hacían caso ninguno a quien los increpaba en esas circunstancias; algunos se salían del recorrido de la cabalgata porque sabían que los Reyes eran quiénes eran y preferían correr y jugar, al batiburrillo de gritos del gentío que atronaba las calles.

Había de todo. También adultos. Y entre estos, los había que intentaban por todos los medios hacerse un hueco desde el que pudiesen mostrar a sus hijos pequeños, cargados de ilusión e inocencia, a aquellos Reyes que venían del Oriente- o de la  Tartéside- cargados con los regalos; otros simplemente se peleaban con todo bicho viviente con el objeto de apoderarse de cuantos más caramelos mejor, y los exhibían en sus puños en alto cada vez que conseguían uno para guardarlos avariciosamente a continuación en el bolsillo o en el bolso de mano; los más serenos se limitaban a alzar de vez en cuando a su hijo de cuatro o cinco años al paso de los distintos Reyes, enviados especiales, pajes, carrozas, para que pudiesen admirarlos al tiempo que henchían el pecho orgullosos de su retoño. Todos felices; de acuerdo que cada tiene intereses distintos, pero a fin de cuentas no dejan de pasarlo de cine. La vocecita de mi cabeza me recuerda que aún me falta otro pequeño grupo de adultos, el que asiste a la fiesta de la inocencia con un único fin: sacarle todos los colores a la organización, buscar hasta por debajo de los adoquines o del asfalto de las calles el más mínimo error, criticar y echar por tierra el trabajo y la colaboración de todos aquellos voluntarios que se han pasado horas preparándose para hacer posible el sueño de millones de niños y de padres. Y estos, además, no fallan ni un año, repiten como la morcilla. No obstante, ante sus palabras normalmente cargadas siempre de mala baba, el resto les echa una mirada despectiva y les responde con la indiferencia más absoluta.

Pues bien, esto y aún más es la noche del 5 de enero. Es la noche de la ilusión descontrolada, de la avidez por la mañana siguiente, de la satisfacción ante el paquete envuelto en papel de colores contenedor de un secreto, de las miradas entusiasmadas, de las incertidumbres hechas realidad, de las zapatillas bajo el árbol, de los nervios alterados pero incontrolables, de los sueños inquietos, de la dosis de felicidad necesaria para empezar el año, de las risas excitadas y de la sonrisa inocente.
Lo demás no existe.

Y yo ya no lo soporto. ¿Por qué no pasan rápido estas fechas? ¡Cuánto se hacen de rogar! ¡Mira que a mi edad estar en este estado de ansiedad! Pero es que… hace más de una semana que escribí la carta y ...¡¡¡Tengo ganas de los Reyes!!!

 
Que os traigan todo lo que les habéis pedido, aunque no os paséis, que la crisis afecta a todos. No obstante, uf, aún faltan unos días.

  


 

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