Hacía ya tres días que se había decidido por
aquella esquina. No era de las más concurridas de la ciudad pero al menos nadie
lo molestaba. Los otros más jóvenes no la consideraban rentable, y él podía
atestiguarlo, y le habían permitido ocuparla sin molestias. Apenas sacaba para
ir tirando. Sentado en el suelo sobre un cartón, que extraía de cualquiera de los
contenedores de papel, extendía el brazo derecho con su mano
abierta llena de unos dedos retorcidos y sucios, y comenzaba la jornada
alrededor de las once de la mañana hasta las dos, para regresar a las cuatro o
cuatro y media hasta que la noche y el frío lo expulsaban hacia un lugar algo
más cálido. Su mano izquierda, siempre en el bolso de su raída chaqueta de
lana, temblaba en parte por efectos del Parkinson que lo aquejaba desde hacía
un par de años y en parte por el mono ante la falta de un vaso de vino o de
orujo el día que se daba bien.
El primer pinchazo, agudo y que cortaba la
respiración, comenzó sobre las cinco de la tarde. Su frente se perló de gotitas
de sudor y su mano izquierda siempre guardada no pudo evitar el movimiento
reflejo de acercarse a la parte inferior del pecho intentando estrujar aquella
angustia y expulsarla de su cuerpo.
-“Tengo
hambre, el estómago se me retuerce y las tripas vacías no me van a permitir ni
siquiera aguantar hasta las ocho o las nueve para sacar algún cuarto más. ¡Maldita
sea mi estampa!”
Su mano derecha en ningún momento dejó de estar extendida hacia delante. De vez en cuando, una moneda de diez céntimos o de veinte. Y a veces el generoso de turno le depositaba sobre su palma una de cincuenta. Él nunca decía nada, levantaba la cabeza hacía la persona y luego la agachaba rápidamente. Inmediatamente, metía la moneda en el bolso de la chaqueta donde quedaba al resguardo de su mano izquierda.
-“Debo de
tener ya unos tres euros”.
Pero era temprano. A las siete sintió un nuevo
pinchazo, más fuerte, tanto que casi le corta la respiración. Nuevamente su
mano izquierda apretó su pecho y su cuerpo se humedeció casi al instante con un
sudor frío y cortante como si lo hubiesen traspasado con un cuchillo.
- “Esto no
es el estómago, ni las tripas” ¡Me cago en la puta, como para que me dé un
infarto”.
Esperó unos minutos más, siempre con la mano
derecha en la misma posición hasta que por fin, medio asustado, se levantó con
dificultad y renqueante se dirigió hacia el chigre de Luisiño, el gallego.
-“Tengo que
comer un pincho y tomar algo. A lo mejor es debilidad y me estoy asustando por
nada”.
Cuando logró llegar junto al bar, el reflejo del
espejo le devolvió una tez pálida y macilenta en la que destacaban unos ojos
negros cansados ya de tanto mirar hacia rostros que no le decían nada y hacia
el suelo sucio de la calle. Como siempre, en cuanto se acercó a la barra, se
olvidó del pincho y se centró en tomar un vaso de vino peleón tras otro hasta
que los cuatro euros y sesenta céntimos fueron solo un recuerdo pasajero.
Luego, malamente, se deslizó nuevamente hacia la calle y se sentó a la derecha
de la puerta del local. No era capaz de dar un paso. Apoyó el cuerpo contra la
pared y, por inercia, extendió en brazo derecho. Le costaba respirar. No
obstante pudo levantar los ojos y clavarlos en los adornos navideños de las
calles y de los escaparates.
-“Coño, es verdad, es Nochebuena. Aunque para mí, como si fuese treinta de febrero”.
-“Coño, es verdad, es Nochebuena. Aunque para mí, como si fuese treinta de febrero”.
Y luego los cerró dejando su cuerpo descansar relajado.
No se había fijado en el matrimonio que se acercaba con un niño de la mano. Al
pasar junto a él, el crío se detuvo, abrió el puño de su mano izquierda,
cerrado hasta entonces a cal y canto, sujetó la moneda de un euro que le había
dado su abuelo hacía unos minutos para comprar unas chuches antes de ir para
casa y lo posó con cuidado sobre la palma del mendigo.
Este, al notar la calidez de la moneda encerrada hasta aquel momento en la manita, abrió los ojos y levantó la mirada hacia aquel niño de ojos castaños y cara redonda que lo miraba con cierto temor.
Este, al notar la calidez de la moneda encerrada hasta aquel momento en la manita, abrió los ojos y levantó la mirada hacia aquel niño de ojos castaños y cara redonda que lo miraba con cierto temor.
“Gracias,
muchas gracias”- logró susurrar antes de que el dolor comenzase otra vez a
roerle las entrañas.
Los padres se alejaron con su hijo, mientras lo
regañaban por haber regalado la moneda, avisándolo que ahora se quedaba sin
chuches porque ellos no le iban a comprar nada.
-“Ya, papá,
pero en el cole nos dicen que…”
-“Ni cole ni
nada. ¡A quién se le ocurre!” ¿Te das cuenta, Lola? Este hijo nuestro es tonto
de remate.”
-“Pero, mamá,
la profe nos dice que sobre todo en estas fechas hay mucha gente que…”
-“Anda,
déjalo ya, Pedrín. Pero otro día nos dices antes lo que piensas hacer.”
Y el matrimonio con su pequeño se alejó en busca
del calor de una casa y la cena familiar de aquella noche mágica.
El mendigo, junto en aquel momento, sufría su
tercer ataque. Esta vez no pudo mantener la mano derecha extendida. Se echó las
dos al pecho y dejó caer la cabeza hacia delante. Lo ultimo que vieron sus ojos
en ese momento fue la moneda de un euro que se escurría entre sus dedos y rodaba
por la acera sin control, y luego la cara redonda de un niño de ojos castaños.
Su rostro esbozó una pequeña sonrisa. Se echó hacia atrás y, con la espalda en
la pared, se durmió feliz…para siempre.
Cuanta gente hay así en las calles a la que ni siquiera miramos al pasar
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